LA CASA DEL TOPÓN PA´ ARRIBA
(Palabras contra el olvido).
Por: Ramón Márquez
"Regreso", óleo de Manuel Osorio Velazco. Año 1983.
La vida siempre sonríe. Allí están entonces las visiones que suplantan la memoria perdida.
Viejo. Adriano G. León
Mirar al pasado de los hombres y encontrar sólo ranuras y sencinadas, fragmentos de tiempo
interminables y cuadrillas de gente humilde sin palabra y con opaca y hermética
memoria, motiva la tentación de apelar al instrumento de la mitología para
abrir un boquete curioso sobre ese universo de silencios implacables donde, sin
embargo, late como corazón dormido una comunidad de afectos, de saberes y por,
sobre todo, una identidad sujeta a la mancomunidad y la pertenencia.
Pero como ya lo dijo alguien en un pasado remoto de la historia popular
del mundo, la mitología es una dolencia
del lenguaje, una dolencia que, a fin de cuenta, encuentra remedio con más
lenguaje, con fantasías, memorias paralelas e imaginación.
Los que procedemos de esos silencios y humildeces ancestrales, mojamos
la memoria en esas aguas calenturientas de la recordación; Rico y sugestivo
mecanismo que busca la hazaña de un imposible: llegar al origen personal de
donde nacen y crecen cada una de nuestros recuerdos más remotos.
Por estos días San José de Bolívar se ha vuelto una provocación
lingüística y folclórica, a propósito de la acogida calurosa que nos despierta
los 70 años del hermano mayor Pedro de los Dolores Pulido Parra. Pedro es una figura de orientación
memorística para quienes tras de él, a una distancia de década y pico, quisimos
correr los mismos caminos, montar los mismos caballos, cantar las mismas
décimas y amar a las mujeres del mismo colorete y seducción que él amó, idílica
y románticamente.
Hora que me acuerdo, cuando oíamos hablar de "la casa del
Topón pa' rriba", reventaba en nosotros, sutes todavía, resonancias mágicas
como de una navidad eterna. Tras los
pasos de Pedro abríamos camino entre niebla, polvo y viento buscando el rumbo a
la vieja casa de Los Pajuiles. El baquiano nos sacaba diez, doce metros,
("apúrense que nos coge tarde"), y nosotros pegábamos una carrerita
nerviosa y agitada para emparejar el paso, con una mochila vacía en los hombros
que bajaba después con los huevos, el queso, el maíz, los guineos de tío José
Antonio para la tía Barbarita.
Al salir de la neblina espesa, a una altura de no sé cuantos metros, se veían abajo las casitas, como acurrucadas y marchitas. Subíamos a un tramo de llanura despejada y Pedro decía a silbar y nosotros a coger oxígeno para serenar la respiración y enmorochar los pasos porque en los caminos desolados de madrugada es donde se hacen los hombres y se templa el coraje del porvenir.
Ya en Los Pajuiles -para nosotros la aldea se resumía y consumía en una
sola casa- nos imbuíamos torpemente en los quehaceres del día; el maíz para los
pollos y las gallinas que hacían del patio principal una policromía de plumas
indecifrable; la comida para los cochinos que nos recibían con una polifónica ensordecedora
y anti-musical; el bramido de la vaca y
el becerro, lo más atractivo y tierno de la jornada, y después las
orientaciones del tío José Antonio que empezaba a darle orden al día para ganar
aquello que más abundaba: el tiempo. De fondo el ladrido de los perros
cazadores y, por último, los árboles, los pájaros y el correrío infantil
potrero abajo hasta alcanzar la emoción de sentirnos perdidos como en los
cuentos que nos leían Alcira y Socorrito en la Escuela Graduada "Regina de
Velásquez".
Cuando Pedro montaba el caballo, aquello nos parecía la composición de un
toro sofocado con ojos de tizón y relámpagos en las patas. Ya montó "El
Garantías", decía el pueblo a secas. Era la época de las novias de
nuestras mocedades vírgenes y de las canciones que daban en la mera madre hasta
el más puro e incomprensible desgarramiento sentimental.
San José de Bolívar era un pueblo de calles de tierra, metras y
trompos. Las calles nos servían para hacer los hoyos donde debían entrar las
metras, y sobre el polvo reseco los trompos bailaban mejor, antes de morir a
hachazos o sobrevivir a duras penas.
Yo digo que fue al final del período de Don Rómulo Betancourt cuando las
calles aledañas a la plaza del pueblo se armaron de concreto y rayas de asfalto
encendido sobre sus calles viejas. Llegaban de la ciudad -no sabíamos de cuál-
tanquetas, cisternas, buques, mezcladoras que revolucionaron la física y el
espíritu de San José de Bolívar. Vendría luego un proceso de extinción de costumbres,
juegos, entretenimientos, y los caballos como los de Pedro empezaron a soltar
relámpagos por las patas cuando prendían carrera sobre el concreto.
Por esos tiempos -digamos que en los primeros años de la democracia
representativa y plural - Barrio Jondo era una especie de "ciudad
prohibida" aunque colindara con la iglesia por la parte de atrás. Dice uno
ahora "ciudad prohibida" como si habláramos de un universo de
dimensiones desconocidas. Pero me gusta la imagen “ciudad” para recordar una
esquina, la del delirio etílico popular y la tentación solariega. Pasar por
allí con los padres, o con las tías, era un acto de sospechosa misericordia.
Ahora, visitar a Barrio Jondo con Pedro Pulido, encarnaba un gesto retador y de
precoz hombría. Y no era porque aquello fuera una suerte de "zona de
tolerancia", no; en San José de Bolívar no existieron las damiselas
encantadoras. El embrujo de la esquina venía más bien por el lado de las cantinas
y las rockolas. Allí empezaba a crecer y a extenderse un sentimiento que no era
patronal; una manera de afrontar los afectos amorosos que nada autóctonos, y
eso nos removía el espíritu de transgresión, que después supimos que era
universal y muy humano.
Cuando Pedro nos recitaba los versos del poeta Bartolo empezamos a
conocer y familiarizarnos con la palabra como música. Nuestra querida madre,
María Peñaloza, lo congratulaba con su risa despierta y desinhibida, pero la
tía Barbarita soltaba un "anja" de reproche y mandaba a Pedro a
ocuparse de los animales y de las matas marchitas. Por ese entonces vivíamos en
El Calvario, que era un símbolo de sacrificios y restricciones, y creo que Barbarita
tomó aquello a pecho y muy en serio, sin dar concesiones ni aceptar chanzas
profanas.
Imagínense lo que era ir de la "ciudad bendita" (El
Calvario), a la "ciudad de la perdición" (Barrio Jondo). Y no estoy
hablando de distancias kilométricas. Apenas tres cuadras nos distanciaban del
Sagrado Corazón, la virgen, las oraciones, los escapularios y las velas de la
tía, y las tentaciones de Barrio Jondo.
Recuerdo singularmente aquella estrofa de Bartolo que cantaba:
Qué tanto me está mirando
yo no vengo de codeo
yo no traigo contrabando
yo lo que cargo es guineo.
Y la otra versión nacida de no sé dónde:
Qué tanto me mira usted,
que lo reprocha mi orgullo
déjese usted de chanchullos
que no vengo de parís,
yo no cargo marihuana
yo lo que cargo es maíz.
Había una estrofa propia de los caballeros andantes que, traspapelada
en mi memoria, siempre se la he achacado al hábito versificador de Pedro:
Ninguno cante victoria
aunque en el estribo esté;
que muchos en el estribo
se suelen quedar a pie.
Por lo demás, Pedro es de un ingenio fulgurante para describir sintéticamente
el estado de espíritu de las personas que se tropezaban con él en cualquier
esquina. "Para dónde va con tanto sueño", le grita el riobobero burlador
a un señor visiblemente cansado que bajaba cabestreando una mula. El señor
responde cándidamente, "ya camino al
joyo", y siguió. De pronto, media cuadra después, se detiene y se
devuelve, pero ya Pedro se había pintao. El señor me pregunta, "¿para dónde cogió ese sinvergüenza?"
"Creo que pa' lla". Y volviendo a sus pasos entre dientes dijo,
"bagabundos pendejos que lo creen a
uno bobo". Era Don Luís Mora, el esposo de Berta "La Joyera",
a quien llamaban Luís, "El Dormido".
San José resuena como una sinfonía especial en mi corazón. Encarna el aire de un aura que me insita a soñar y a volver sobre los pasos de ese niño que renace siempre en uno. Río Bobo es el reino en donde empieza una vida de timidez y atrevimientos. Mi proceso iniciático como varón, en muchos órdenes se lo debo a aquel muchacho que aventuró sueños y esperanzas en otros mundos para volver sobre esos pasos perdidos y de reencuentro con San José. Ahora es Don Pedro Pulido, inmerso en la certeza de ser un padre ejemplar junto a la reina de su corazón: Josefita Zambrano de Pulido.