Por: Roque Maximiliano Maldonado Gil
San Cristóbal en 1920
Nací en San Cristóbal el 21 de febrero de 1924, aunque en la cédula aparece como si hubiese nacido el 4 de marzo. Bautizado como Roque Maximiliano Maldonado Gil, soy hijo de Roque Maldonado Vivas y Ana Agustina Gil de Maldonado.
Vivíamos en una casa situada en el barrio San Carlos, cerca de la Iglesia del Perpetuo Socorro, de amplio terreno, con árboles frutales: mangos, aguacates, lechosos, guanábanos, granados, naranjos dulces y agrios, matas de café, guamos de castilla y tártago, de donde mi nona extraía el aceite para las lámparas. Eran tres casas, la primera la alquilaba mi papá, en la del centro vivía mi nona Susana y en la última vivíamos nosotros. En esa casa viví hasta la edad de ocho años. Por decisión de Susana, nos mudamos y nos fuimos a vivir a una casa situada en la carrera 16 con la calle 4 de Miranda, propiedad del General Amaya, cerca del actual centro de San Cristóbal.
En esa casa funcionaba la Escuela Municipal N° 2 con dos grados, porque Susana era la directora. Allí nace mi hermana menor María Cristina y murió una hermanita llamada Josefina, a la edad de dos años. Le decíamos Josefinita. De ahí nos mudamos a una casa en la calle 3, España, con carrera 11; La Guácara. Allí se casó Susana. Después nos mudamos para uña casa en la calle 3, España, entre las carreras 9 y 10, donde recibimos la visita de Pablo Herrera Campins, presidente de la Federación de Estudiantes de Venezuela. Vino a conocernos, porque era novio de mi hermana Ana Agustina, quién estaba en Caracas estudiando Enfermería.
Vivíamos en una casa situada en el barrio San Carlos, cerca de la Iglesia del Perpetuo Socorro, de amplio terreno, con árboles frutales: mangos, aguacates, lechosos, guanábanos, granados, naranjos dulces y agrios, matas de café, guamos de castilla y tártago, de donde mi nona extraía el aceite para las lámparas. Eran tres casas, la primera la alquilaba mi papá, en la del centro vivía mi nona Susana y en la última vivíamos nosotros. En esa casa viví hasta la edad de ocho años. Por decisión de Susana, nos mudamos y nos fuimos a vivir a una casa situada en la carrera 16 con la calle 4 de Miranda, propiedad del General Amaya, cerca del actual centro de San Cristóbal.
En esa casa funcionaba la Escuela Municipal N° 2 con dos grados, porque Susana era la directora. Allí nace mi hermana menor María Cristina y murió una hermanita llamada Josefina, a la edad de dos años. Le decíamos Josefinita. De ahí nos mudamos a una casa en la calle 3, España, con carrera 11; La Guácara. Allí se casó Susana. Después nos mudamos para uña casa en la calle 3, España, entre las carreras 9 y 10, donde recibimos la visita de Pablo Herrera Campins, presidente de la Federación de Estudiantes de Venezuela. Vino a conocernos, porque era novio de mi hermana Ana Agustina, quién estaba en Caracas estudiando Enfermería.
San Cristóbal en 1920
En esa casa muere mi papá. Luego nos mudamos para la calle 9 entre carreras 9 y 10, donde funcionaba la Escuela “San José”, ya que Susana era la directora. Allí se casó mi hermana Ana con Pablo Herrera. Luego de casarse, se fueron a vivir a Acarigua. Juan y yo nos fuimos a Caracas, él a estudiar veterinaria y yo medicina. Los que quedaron se mudaron para la carrera 10 entre calles 9 y 10, de ahí sale Cristina a estudiar quinto año de bachillerato en el Liceo Fermín Toro, para luego empezar a estudiar Ingeniería Civil en la Universidad Central de Venezuela. Con el paso de los años todas se residenciaron en Caracas.
Velas de cebo y lámparas de aceite
Cuando vivíamos en San Carlos, en San Cristóbal no había luz. Nos alumbrábamos con velas de cebo y lámparas de aceite de tártago. Gratos recuerdos vienen a mi memoria de aquella epoca. Después de la cena nos reuníamos para rezar el santo rosario, el trisagio a los 100 requiems, alguna novena de la pasion del Señor y en diciembre la novena al Niño Jesús. Después de la oración nos reuníamos con la nona Susana, mi papá, mi mamá, a veces estaba Adela; y una de las distracciones que teníamos era que mi nona o mi papá nos contaba cuentos. En esas tertulias oí Las mil y una noche, El tesoro escondido, El pájaro de mil colores, Veinte mil leguas de viaje submarino, Cuentos de Calleja, algunos cuentos de Pedro Rimales. Cuando los cuentos eran largos se hacían en varias sesiones.
Fui muy enfermizo. Expulsaba lombrices cuando mi mamá me daba vermífugo, de un olor desagradable y de mal sabor. Sufrí de amibas, que me las trataron en el Hospital Vargas. Me colocaban inyecciones de emetina. Me las colocaba Maximino, un practicante, que era teniente. También tuve un prolapso rectal que se me curó solo, al engordar un poquito. Con frecuencia tenía deposiciones de moco con sangre y cuando ya era médico me di cuenta que no era disentería sino una alergia al tomate. No comí más tomate y más nunca tuve deposiciones con sangre. Me dio sarampión, lechina, viruela, tosferina, amigdalitis y piodermitis. En una ocasión que tuve una conjuntivitis muy fuerte.
Viví con mi mamá una de las expresiones de fe más profundas y absolutas que he tenido en mi vida. Esa conjuntivitis era aguda. Entonces mi mamá me dice vamos a hacerle una oración a Sor Celina. Colocó en un vaso de agua la estampa de Sor Celina, la puso en el altar y rezamos un Padre Nuestro, tres Ave Marías, una Bendita sea tu Pureza y la oración a Sor Celina. Después, con esa agua me lavó los ojos y yo estaba seguro cien por ciento de que me iba a curar. No tenia ninguna duda. Al día siguiente, amanecí con los ojos sanos.
Velas de cebo y lámparas de aceite
Cuando vivíamos en San Carlos, en San Cristóbal no había luz. Nos alumbrábamos con velas de cebo y lámparas de aceite de tártago. Gratos recuerdos vienen a mi memoria de aquella epoca. Después de la cena nos reuníamos para rezar el santo rosario, el trisagio a los 100 requiems, alguna novena de la pasion del Señor y en diciembre la novena al Niño Jesús. Después de la oración nos reuníamos con la nona Susana, mi papá, mi mamá, a veces estaba Adela; y una de las distracciones que teníamos era que mi nona o mi papá nos contaba cuentos. En esas tertulias oí Las mil y una noche, El tesoro escondido, El pájaro de mil colores, Veinte mil leguas de viaje submarino, Cuentos de Calleja, algunos cuentos de Pedro Rimales. Cuando los cuentos eran largos se hacían en varias sesiones.
Fui muy enfermizo. Expulsaba lombrices cuando mi mamá me daba vermífugo, de un olor desagradable y de mal sabor. Sufrí de amibas, que me las trataron en el Hospital Vargas. Me colocaban inyecciones de emetina. Me las colocaba Maximino, un practicante, que era teniente. También tuve un prolapso rectal que se me curó solo, al engordar un poquito. Con frecuencia tenía deposiciones de moco con sangre y cuando ya era médico me di cuenta que no era disentería sino una alergia al tomate. No comí más tomate y más nunca tuve deposiciones con sangre. Me dio sarampión, lechina, viruela, tosferina, amigdalitis y piodermitis. En una ocasión que tuve una conjuntivitis muy fuerte.
Viví con mi mamá una de las expresiones de fe más profundas y absolutas que he tenido en mi vida. Esa conjuntivitis era aguda. Entonces mi mamá me dice vamos a hacerle una oración a Sor Celina. Colocó en un vaso de agua la estampa de Sor Celina, la puso en el altar y rezamos un Padre Nuestro, tres Ave Marías, una Bendita sea tu Pureza y la oración a Sor Celina. Después, con esa agua me lavó los ojos y yo estaba seguro cien por ciento de que me iba a curar. No tenia ninguna duda. Al día siguiente, amanecí con los ojos sanos.
Palacio de Gobierno del Tachira en 1920
Plata haciendo mandados
Desde muy pequeño practiqué el hábito del ahorro. Ganaba plata haciendo mandados a la señora Murillo. Me mandaba a comprar arroz, panela, plátanos, yuca, etc. Cada ocho días me daba un real, un medio o una locha. Donde yo iba a hacer la compra me daban rebaja y eso era para mí. El dueño de la tienda se llamaba don Benigno. Uno colocaba botellas vacías con el nombre de los mandaderos y por cada bolívar que comprábamos echaba una semilla; y cuando habían veinte semillas nos daba una puya (Bs. 0,5 céntimos).
También vendía botellas de vino a medio (Bs. 0,25 céntimos). Hacía cometas y papagayos para vender. Después fui monaguillo en el Asilo “San Antonio” y en las “Adoratrices”, y me pagaban cinco bolívares por mes. Mi primera alcancía la compré en el mercado y me costo una puya. Era de barro, de color blanco. Ahorraba lo que podía, de a centavo, especialmente en los últimos meses del año, porque lo que ahorraba era para comprar triquitrakis, voladores, recamaras, luces de bengala; y una vez la saque un realito (Bs. 0,50 céntimos) y me lo comí en pasteles; y la señora que vendía los pasteles fue y le dijo a mi mamá “el niño se comió ocho pasteles”.
Mi mamá me mandaba a vender gallinas, pollos, pichones, huevos y bollos. Los vendía en la calle, en las casas, en las pensiones. Doña Inés, quien tenía su casa frente al parque Sucre, era clienta fija. Mi mamá revisaba los huevos y sabía de cuál iba a nacer pollo y de cuales no. Los miraba con una vela; los que tenían sombra eran pollo; y los que no, era porque el huevo estaba güero, es decir estaba dañado.
La gallera de Eustoquio Gómez
Cuando tenía como doce años trabajé en la Gallera Municipal, que la hizo Eustoquio Gómez. Quedaba enfrente de la plaza 19 de diciembre, donde se hacían las corridas de toros. Con el tiempo pasó a ser la plaza Urdaneta. En ese tiempo yo era portero, porque Antonio Colmenares, el que se casó con mi hermana Susana, era el dueño. A mi me pagaban algo por estar ahí todos los domingos. Los que traían los gallos no pagaban; y los que iban a ver los gallos y a apostar sí pagaban. Allá almorzábamos.
Mi mamá me mandaba a vender gallinas, pollos, pichones, huevos y bollos. Los vendía en la calle, en las casas, en las pensiones. Doña Inés, quien tenía su casa frente al parque Sucre, era clienta fija. Mi mamá revisaba los huevos y sabía de cuál iba a nacer pollo y de cuales no. Los miraba con una vela; los que tenían sombra eran pollo; y los que no, era porque el huevo estaba güero, es decir estaba dañado.
La gallera de Eustoquio Gómez
Cuando tenía como doce años trabajé en la Gallera Municipal, que la hizo Eustoquio Gómez. Quedaba enfrente de la plaza 19 de diciembre, donde se hacían las corridas de toros. Con el tiempo pasó a ser la plaza Urdaneta. En ese tiempo yo era portero, porque Antonio Colmenares, el que se casó con mi hermana Susana, era el dueño. A mi me pagaban algo por estar ahí todos los domingos. Los que traían los gallos no pagaban; y los que iban a ver los gallos y a apostar sí pagaban. Allá almorzábamos.
Plaza Sucre de San Cristobal en época de don Eustoquio
Una vez, me cuenta Antonio, que había un gallero árabe, que tenía una cuerda de gallos; y un domingo, en la pelea, su gallo iba ganando facilito. Picaba al gallo contrincante. Le metía una morcillera, una espuela por debajo de las alas, o sea el otro gallo estaba casi muerto. Entonces el árabe dijo: “Ni Dios que baje del cielo, pierde mi gallo”. En ese momento el que iba perdiendo alzó las patas y mató al gallo del árabe. Eso es para que se fijen que no se debe profanar el nombre de Dios.
Parque Sucre Año 1930
Juegos infantiles y no tan infantiles
Los juegos también fueron parte importante de nuestra vida familiar. Nos distraíamos con ellos según la época del año. En julio y agosto volábamos cometas, las construíamos con veradas, con papel de seda y les colocábamos una cola que hacíamos de trapo amarrada con nudos.
En septiembre y octubre jugábamos coca, que era una carreta con cera adornada con chochas (semillas rojas) por un lado; llevaba una pita, y esa pita iba amarrada a un palito. La carreta tenía un hueco grande que permitía ensartar el palito. Cada ensartada se contaba de uno en uno, de dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro, de cinco en cinco, de seis en seis. Eso me ayudó mucho cuando estaba aprendiendo la tabla de multiplicar. También jugábamos trompo en Semana Santa, metras en mayo y junio; y runcho en octubre y noviembre. Los varones hacíamos carritos con latas de sardina.
Otro juego era el llamado turra, que era un trocito de madera de unos diez centímetros, redondo y no grueso, o un pedazo de tuza, que se paraba en el piso, pedazos de teja de cinco centímetros (tejos),cuyo número dependía del número de jugadores. Cada jugador debía de tener dos tejos. En la base de la turra se colocaban botones o monedas, que era lo que se apostaba. Para saber quién iniciaba el juego, los participantes lanzaban un tejo hacía un sitio previamente marcado desde donde se iban a lanzar los tejos cuando iniciara el juego.
El primero que jugaba era quien había logrado lanzar el tejo lo más cerca posible del sitio seleccionado; el siguiente, de segundo, y así sucesivamente. Ya establecido el orden de los jugadores, se iniciaba el juego, el cual consistía en tirar los tejos para tumbar la turra. Luego de tumbada, se seguían lanzando los tejos. El jugador que lograra colocar sus tejos lo mas cercade la turra, ganaba lo apostado.
El juego de cartas también estuvo presente. Jugábamos al emplumado: las cartas van del uno al siete, después sota, caballo y rey. Uno por uno iban diciendo la numeración, al tiempo que colocaban una carta en la mesa. Si coincidía el número dicho con la carta que había salido, tenía que decir rápidamente ¡sóplate!. El que decía más rápido, ganaba y le pasaba las cartas que tenía al contrincante. Cuando se acababan las cartas, se contaban; y el que tenía más cartas perdía. Este juego era para dos personas.
Plaza Bolivar - San Cristóbal Año 1937
En diciembre jugábamos a los aguinaldos, los cuales tenían variaciones. Estas eran:
-Al tiento: Se apostaba con un compañero (a). Al conseguir a te persona con quien había apostado y decirle “mis aguinaldos”, se lo tomaba desprevenido tenía que pagarle lo apostado.
-Llamar y no mirar: al llamar a alguien por el nombre, si miraba perdía.
- A la pajita en boca: se decía “pajita en boca”. Si el otro no tenía la pajita en la boca, perdía; y tenía que pagar aguinaldos.
- A dar y no recibir: le ofrecían y si recibía, perdía.
- Al grito de las doce: a las 12 del día la gente se escondía parí gritar “¡mis aguinaldos!”. El que lo decía primero, ganaba.
Las apuestas no eran con dinero, sino con botones. Los de hueso valían uno, los de nácar valían tres, los del frente del paltó valían cuatro y los de las mangas dos.
Las monedas de ese tiempo eran el cobre negro, que valía un centavo (una puya). La locha valía dos centavos, pero la moneda tenía escrita 12 y medio céntimos. Un real (ocho puyas) y después valía 10 puyas o centavos. El bolívar valía 16 centavos, después pasó a 20. Había monedas de 5 reales, que posteriormente desaparecieron; y el realacho era real y locha (Bs. 72, 1/2 céntimos). Había billetes del banco de Maracaibo, pero no los recibía la gente porque estaba quebrado el banco.
En la época del oro en Colombia, la gente se iba a trabajar a Cúcuta y les pagaban con morocotas o libras esterlinas. Mi papá iba a trabajar para allá, porque era maestro de obras y llegaba con la faja llena de monedas de oro. Hablábamos en pesos: 1 peso 4 bolívares. Cuando se iba al mercado se pedía en libras. Una libra equivalía a 450 gramos. Una arroba a 12 kilos. También se usaba el quintal. No me acuerdo cuánto pesaba un quintal. No se usaba el metro. Se usaba la vara, que eran 80 centímetros.
En la plaza 19 de diciembre, hoy Plaza Urdaneta, en el mes de enero se construía un circo de toros con rolos cilindricos de madera que permitían ver hacía el interior de la plaza: “localidad”, gratis; encima “palcos” y “palquetes”: localidades pagas. Habían seis corridas de toros. Uno de muerte, el último día. Venían toreros ya conocidos como Alejandro Campos (“Campitos”), peruano, Cerrajillas, Villanueva, como matadores; y otros banderilleros como Luis “El Mazamorrero” (su mamá vendía mazamorra en el mercado cubierto), Piedrita, el Cojo Galavíz.
Aloejandro Campos "Campitos"
Campitos
Una mujer se sentaba en una silla cerca de la salida del toro. Este salía la soplaba y seguía. La mujer era aplaudida. La mujer vestida de blanco se denominaba “La Suerte Blanca”. Luego la mujer pedía colaboración en los palcos. También habían payasos; y uno relleno de paja: era el “Buche Tamo”. A veces el toro le alborotaba la paja.
En la noche del último día era el día de la quema: fuegos artificiales, globos, bullicio. En las noches de los días de las corridas pasaban películas de cine mudo; y cuando no había puesto para verlas de frente, algunos las veían por detrás del telón. Los muñecos se veían al revés, lo mismo las letras. Eran verdaderas fiestas populares, no se necesitaba dinero para disfrutarlas.
Recuerdos de escuela
En la escuela leíamos con el libro primero, segundo y tercero del libro de Alejandro Fuenmayor. No comprábamos libros, porque hacíamos los cuadernos. Compramos la manilla de papel, que costaba medio (0,25), la partíamos por la mitad, lo cocíamos con hilo y aguja y allí copiábamos todas las clases dictadas por la maestra.
En primer grado no usábamos cuadernos sino pizarras de piedra negra; y los lápices eran lápices de pizarra. Se escribía y se borraba con una esponja; y cuando la esponja se me perdía, yo la limpiaba con la lengua. En esa pizarra se hacían perfiles y palotes. No usábamos zapatos, andábamos en alpargatas o en puro pie. En 1930 asistimos a la conmemoración de la muerte de Simón Bolívar, ya había pasado la hambruna de 1928, época en la que había comida, pero no había plata con qué comprar ni trabajo. Comíamos frijoles, arepa y aguamiel.
Acostumbrábamos ir de paseo a las quebradas La Potrera y La Bermeja, donde había un pozo que llamábamos “el pozo de don Hernán”, porque quedaba en la finca de ese señor, pozo de aguas cristalinas. En La Potrera había un pozo que se llamaba “el pozo de las tres piedras”. En tiempos de cometa íbamos a elevarla al potrero de las García que queda algo cerca de lo que es ahora la policlínica Táchira.
Cuando pasé para tercer grado me inscribieron en el Liceo “Simón Bolívar”, que tenía primaria y bachillerato; y el director era Carlos Rangel Lamus, el subdirector Hugo Ruán, autor de libros de historia y geografía universal. El maestro de tercer grado fue Virgilio Hernández. Cuando pasé a cuarto grado hubo una reorganización y muchos alumnos pasamos a 1a Escuela Villafañe (me fregaron); y en esa escuela estudié hasta el quinto grado. En sexto grado regresé para el Liceo “Simón Bolívar”. Hubo muchos suplentes ese año, entre ellos Ramiro Ríos, que después fue abogado. Entre los alumnos había une que se llamaba Buenaventura Vivas, quien llegó a ser aviador renombrado y murió en Londres piloteando un camberra. También estaba Eleuterio Vivas, aviador quién tuvo un accidente mortal en Las Pavas (norte de Venezuela). Eran muy frecuentes las cazas de peleas antes de salir de la escuela, y al salir se concretaban en un terreno desocupado que quedaba detrás del liceo. Memorable la pelea entre Ramiro Ríos y Buenaventura Vivas, el primero con buenos zapatos y el segundo con alpargatas.
Peleas todos los días
Yo todos los días peleaba con algún muchacho, en el terreno en la calle, hasta que me volví deportista porque construyeron el estadio y el gimnasio cubierto, en época de Medina Angarita. Ahí jugaba baseballl, sofball, tennis, basquetball, nadaba, remaba y boxeaba; y fui el primero que se lanzó del trampolín de ese complejo deportivo, porque ninguno de los demas muchachos se atrevía. Claro, me tire parado.
Cuando remábamos en el complejo deportivo, el que se montaba con ropa le volteábamos la canoa para que se mojara. Empecé a jugar baseball en el liceo “Simón Bolívar”. Al tiemp fui primera base, fui pitcher y left field. Al principio me pusieron de quinto bate, pero luego me pasaron a cuarto bate porque le daba duro a la pelota.
Fui a Mérida a jugar contra el equipo del liceo de allá; y cuand regresé me habían seleccionado para formar parte del equipo de “Los Peligrosos”, un equipo amater, que jugaba en el estadio Táchira, de don Julio Carrillo, dueño de “La Sultanita”. Una vez iba yo a batear y había un muchacho que se llamaba Pedro, que estaba de left field y cuando vio que era yo el que iba a batear, se sentó. Cuando le di el batazo a la pelota, esta traspasó la línea y yo logré llegar a segunda. Ahí si se paró Pedro.
Vida de liceo
El liceo se empezó a reconstruir y fue mudado para la carrera 4 con calle 3, diagonal con la Plaza 19 de diciembre, hoy Plaza Urdaneta. Ahí estudié el bachillerato hasta tercer año. En ese tiempo yo era un estudiante que no me gustaba mucho estudiar y me reprobaron varias veces. La última materia que reprobé fue álgebra, y aunque tenía un promedio de 14 puntos no me dejaron reparar la materia y tuve que repetir el año por esa materia.
En esa época, el bachillerato que era de 4 años lo aumentaron a 5 años, porque se le agregó el pre-universitario. Fue cuando ye me dije “Voy a estudiar” y nunca más me volvieron a reprobar en ningún examen. Incluso le di clases a Nicolás Rubio, de álgebra; y a un amigo de apellido Labrador, que luego fue ingeniero civil. De su nombre no me acuerdo. Nicolás se graduó de abogado. Tuve como profesor de botánica al Doctor Raúl Soule Baldó, al doctor Ramón J. Velásquez como profesor de Historia de Venezuela y al doctor Roberto Villasmil, como profesor de Ciencias Biológicas, quien se había graduado de médico en Paris.
Inauguración del Hospital Vargas de San Cristobal en 1927
Muerte de papá y estudios de medicina
Durante el quinto año de bachillerato, estaba indeciso, no sabía si inscribirme en matemáticas o en ciencias biológicas. Tenía la duda, no podía definirme bien. En ese tiempo murió mi papá. En la hora de su muerte sentí algo dentro de mí, que me hizo decidir por ciencias biológicas.
Me fui para Caracas con mucho sacrificio y me inscribí en la Escuela de Medicina de la Universidad Central de Venezuela. Fue en tiempos de la Revolución del 18 de octubre de 1945. Nos aceptaron a todos. Durante mi primer año estudié muchísimo, todas las semanas había examen. En el primer examen de anatomía, con el profesor Pepe Izquierdo, saque 18 puntos. Me gustaba mucho embriología.
Pasé a segundo año; y un día, a la salida de la Escuela de Fisiología, me encontré con uno de mis antiguos profesores del liceo “Simón Bolívar”, profesor de matemática, el Bachiller Suárez, hablamos y me pregunto “¿Qué estudia?”. Yo le dije “Yo estudio segundo año de medicina” y el Bachiller Suárez me respondió “Ah, entonces es fácil”. Yo pensé, cónchale en buen concepto me tiene el Bachiller Suárez. i
En la materia anatomía del sistema nervioso central y periférico nos hicieron examen. Cuando el profesor Mombrun me llamó para darme la nota de un examen me dijo “Tiene 17 bachiller”, y cuando ya iba en la puerta dijo “Lo felicito, bachiller”. Cuando salí, un compañero me dijo “cuánto sacaste”y le dije “17". Él me contestó “será 7”.
Trabajé en el Hospital Obrero de Caracas, sin paga. Cuando estaba en tercer año, ayudaba a operar. Aprendí a inyectar. Ayudaba en amigdalotomías, hernias, apendicitis, hacía paracentesis a los pacientes con cirrosis hepática. A veces ayudaba a arreglar el pabellón para las operaciones. En cuarto año trabajé en el Hospital Antivenèreo de Catia. En quinto y sexto año en el Servicio Medico de la Policía Municipal de Caracas y en el Traumatològico del Seguro Social, donde llegué a ser jefe del grupo N° 5 de bachilleres.
Cuando estaba en Sexto Año me invitaron a un almuerzo donde don Antonio Zambrano (amigo de Pablo Herrera) se sentó enfrente de mi un señor que me dijo: “¿Usted estudia?”. Le contesté “Sí, Medicina”. Me miró de arriba abajo y dijo “De estar estudiando como primer año”, y yo le dije “No, estoy estudiando sexto año ”. El señor se quedó en silencio.
El encuentro con Ana Victoria
Estando en quinto año de Medicina me uní a Ana Victoria, una joven que conocí en San Cristóbal, en la calle 3 (España) cuando estudiaba bachillerato, hija de Bernardo González y Ana Isabel de González.
Ella frecuentaba a unos familiares que vivían en una casa próxima a la nuestra. Pude averiguar que vivia con su abuela doña Antonia de González, por las cercanías del Seminario (actual Universidad Católica del Táchirá). Luego le perdí el rastro y al tiempo de estar en Caracas me la encontré, frecuentamos y empezamos a formar una familia. La primera en nacer fue Ana Elizabeth, luego Roque Antonio. Después de graduarme, nació Carlos Gustavo, luego Ilse Astrid, Zulay Coromoto, Omar Alfredo y la última fue María Consuelo.
En Caracas realizamos el Matrimonio Civil y en San Cristóbal el matrimonio por la iglesia. Al principio vivimos en una habitación alquilada y contábamos con la ayuda económica que me enviaba mi hermana Carmen. Cuando pudimos, nos mudamos para la pensión de doña Clemen, en donde pasamos un tiempo hasta mi graduación de Médico Cirujano.
Al graduarme, Ana Victoria se entrevistó con el Dt. Carlos Luis González, alto empleado del Ministerio de Sanidad y me enviaron como Medico Rural de Seboruco, por más o menos dos años. Luego fui trasladado al Hospital “San Roque” de Pregonero como director. Estando allí nos invitaron a una finca. De regreso el chofer del autobús estaba manejando mal, por lo que lo mandé a parar. Nos bajamos y seguimos caminando. Más adelante nos encontramosal autobús que se había ido por un barranco.
Primeros pasos como Médico
Transcurridos tres o cuatro meses de mi estancia en dicho hospital, fui enviado a Caracas a hacer el Curso Básico de Salud Pública y Medicina Rural, el cual tuvo una duración de seis meses. Me preparé en la Red Secundaria de Tuberculosis. Al terminar, fui al Hospital “San Antonio” de La Grita. Allí también trabajé en el Liceo Militar “Jáuregui”, con el grado de Teniente asimilado. Un día se me presentó un caso proveniente de Coloncito, con fiebre, ictericia, vómitos sanguinolentos y pensé en dos posibilidades: o en una fiebre amarilla o en una fiebre biliosa ictero - hemorrágica. El señor murió y le tomé una biopsia de hígado y de bazo; y como iba para Caracas con motivo de la Semana de La Patria, llevé la muestra al Instituto de Medicina Tropical y se la presenté al Jefe de Patología Tropical, Félix Pifano. Como a los tres o cuatro días fui a buscar el resultado y el doctor me informó que era fiebre amarilla. Me felicitó y dijo: “Así se hace”. A los días me llamó el jefe de fiebre amarilla del Ministerio de Sanidad y me dijo que no le dijera nada a la prensa; y yo le dije: “No señor. Yo lo que quería era el diagnóstico”. Ese caso fue llevado al grupo de médicos rurales de Santa Teresa del Tuy. En ese grupo estaba un médico del Táchira y cuando me encontro me dijo: “En Santa Teresa del Tuy presentaron un caso de fiebre amarilla y nombraron a un tal Roque Maldonado, pero ese no eres tu, ¿no es cierto?” Yo le dije: “No, qué iba a ser yo”.
Después de cinco años de permanencia en La Grita, me fui a hacer el Postgrado de Pediatría en el Hospital de Niños “J- M. de los Ríos” y en el Hospital Universitario de Caracas. Cuando llegué a Caracas, compré a cuotas un apartamento en la urbanización Santa Mónica. Lo pagué en doce años. Terminé el Postgrado y fui enviado al Hospital Central de San Cristóbal como adjunto. Luego fui Jefe del Servicio de Pediatría en el piso 10, en el ala este del Servicio de Recién Nacidos del servicio de infectología y del servicio de emergencias pediátricas. También colaboré activamente en el inicio de la filial Táchira de la Sociedad Venezolana de Puericultura y Pediatría, desde 1969.
Mis cursos de post-grado
En este periodo también fui profesor de la Universidad de Le Andes, en pre y post-grado. En 1965 fui becado por la universidad y estuve en el Hospital Infantil de México, haciendo cursos de nefrología, hematología, recién nacidos, prematuros, infectología y curso de genética en el Hospital Español de México.
Al tiempo regresé al Hospital Infantil de México y realicé el post-grado de Alergia e Inmunología con duración de un año. Luego regresé a San Cristóbal. Seguí trabajando en el Hospital Central, en el Albergue de Menores Wilpia de Flores y en el consultorio médico particular. Me jubile del Ministerio de Sanidad, a los sesenta años.
Escribí varios trabajos como “Alimentación Artificial en el Niño”, “Tétanos Neo-naturum”, “Enfermedades Contagiosas”, “Problemas del Síndrome Disentérico” en el Hospital Central de San Cristóbal. Con ese trabajo obtuve el premio “Dr. Domingo Semidey”.
Posteriormente me postularon para ser miembro de 1a Academia de Medicina y fui aceptado. En el 2004, las Tercera Jornadas Andinas de Puericultura y Pediatría llevaron mi nombre y recibí reconocimientos del Hospital Central, del Colegio de Médicos, de la Corporación de Salud, de la Universidad de Los Andes y de la Sociedad Médica de Puericultura y Pediatría.
Retiro de la profesión, ministro de la eucaristía
Continúe pasando consulta en mi consultorio particular hasta que me retiré definitivamente de la profesión de médico a los 70 años y me dediqué a trabajar en lá Iglesia del Divino Redentor de la Unidad Vecinal de San Cristóbal, como Ministro de la Eucaristía y como catequista.
Allí colaboraba con el Párroco Monseñor Horacio, asistiéndolo en la misa diaria, administrando la comunión en la misa y a los enfermos de la comunidad los Primeros Viernes; y preparando los niños para la Primera Comunión y para la Confirmación. En esa época, hice durante un año el curso de Animadores de la Biblia. Escribí un catecismo y tuve el privilegio de preparar a mis nietas Albana, Gabriela y Carla.
Recuerdo que el día que Monseñor Horacio me nombró como Ministro de la Eucaristía. Estaba en la misa y cuando oí el nombramiento no sabía si salir corriendo, llorar o reír, porque fue una emoción muy grande para mí.
En la avenida Oriental
Lejos queda el recuerdo de aquella habitación alquilada en donde se inició la familia Maldonado González, porque gracias a mi trabajo y a Ana Victoria, persona ordenada, aseada, organizada, buena administradora y amante de las cosas bonitas, pudimos ahorrar y construir nuestra casa, a su gusto, en la avenida Oriental con calle 3 de la urbanización Mérida de San Cristóbal. Esta casa tiene su sello personal en cada una de los objetos y muebles que la conforman, ya que le gusta combinar las cosas con buen gusto.
Amante de los pájaros y de los animales en general, siempre tuvo toros, vacas y becerros y negociab con ellos. En La Grita yo tenía un toro cebú, que se llamaba Lucero. Cuando ella iba, el toro se daba cuenta desde antes que ella llegara y corría a su encuentro desde los potreros para qué lo consintiera. Tuvo canarios, loros, turpiales, ninfas, morrocoy y varios perros (Kiudi, Balandro, Bonita, Pequeña, Coki, traído de; México, Dixi y Gordito). También una lora que caí “cumpleaños feliz”, maúlla, ladra y hasta una garza a quien le hacía con la manguera una corriente de agua y le colocaba sardinas para que pescara y se alimentara.
Siempre pendiente del jardín, las matas y las flores. Siempre han estado presentes en esta casa, creando un ambiente agradable en los alrededores. Famosos los frondosos helechos que adornaban las terrazas y los patios durante largo tiempo. Nunca han faltado las orquídeas y las rosas. Además de jardines, la casa cuenta con amplios espacios, cuartos cómdos y una gran cocina en donde doña Ana Victoria preparaba una comida sabrosa, balanceada, no engordadora y la multiplicaba, porque sin importar los comensales que llegaran, todos comían. Y un porche en donde en muchas ocasiones y sin que nadie lo supiera practicaba la caridad, con quien llegaba a tocar la puerta en busca de ayuda.
Su sexto sentido, valentía, entereza y decisión la llevaron a ver realidado cuanto se proponía, como cuando decidió aprender a manejar. Yo había comprado un carro, pero no la había enseñado a manejar. Un día, mientras yo me bañaba, tomó las llaves del carro, se montó, lo prendió y empezó a darle vueltas a la plaza. Como no sabía manejar, no sabía como parar; y el doctor Caicedo la veía pasar y pasar y le parecía como que decía algo. Al prestarle mas atención, se dio cuante que decia: ¿Cómo me parooooooo?". Y el doctor al fin le dijo: ¡Freneeee! Y ella respondió: “¿pero comooooooo?”. El se dio a entender y pudo parar.
Ese hecho fue definitivo en su vida, ya que desde ese momento siempre manejó; y viajar por carretera se convirtió en parte fundamental de su vida. Fue para donde quiso y cuando quiso. Cuando lo necesité me ayudaba en el consultorio, me acompañaba a hacer los domicilios muchas veces en bestia, cuando estaba cumpliendo la rural y en el carro cuando vivíamos en la ciudad.
Hijos, nietos y bisnietos
En esa casa vivimos muchas cosas alegres y cosas tristes. Alegres: el día a día, bautizos, primeras comuniones, cumpleaños, quince años, graduaciones, condecoraciones, cenas, visitas de familiares y amigos que decidían pernoctar en nuestra casa; y los matrimonios de nuestros hijos y el nacimiento de nuestros nietos y bisnietos.
Nietos: Venus, Rossana, Ivo Javier, Iveliz y Roque Luis, hijos de Ivo y Elizabeth. Johana y Roque, hijos de Roque Antonio y Bertha. María Victoria y Carlos Gustavo, hijos de Carlos Gustavo. Albana y Gabriela, hijas de Roberto y Zulay. Paola Victoria, hija de Alfredo y Lourdes; y Carla Fabiana, hija de Maria Consuelo y Bernardo. Bisnietos: Luis Arturo y Gabriel Arturo, hijos de Venus y Fernando. Otto, Ivo Gabriel y Sara, hijos de Rossana y Otto. Mariely, Ivo Alejandro y Tomás Maximiliano, hijos de Ivo Javier y Bianca. Robert de Jesús, hijo de Iveliz y Robert; y Camila, hija de María Victoria.
Recuerdos tristes: las enfermedades. En la Semana Santa del año 2009, me fui a Michelena a pasar dos días en la casa de mi hija Elizabeth y su esposo Ivo. Una noche me acosté bien y amanecí con un ACV, que todavía persiste, el cual ha afectado la parte izquierda de mi cuerpo. Vino para quedarse. A esto se le ha agregado un túnel carpiano en el brazo derecho. Todos se han comportado de maravilla ante mi situación, mis hijos, nietos y los esposos de mis hijas. Si tuviera que ponerles nota a todos les pusiera un 20. Elizabeth, una maravilla, Ivo, igual. Ilse, también. Zulay, Roberto, Albana y Gabriela, de primera fila. María Consuelo y Carla, maravilla. Roque Antonio, Carlos y Alfredo, excelentes. Dios los bendiga a todos y les digo que recuerden que el que siembra recoge y Dios da el ciento por uno. ¡Lástima que no sea poeta, para escribirle a cada uno un poema!.
El 13 de abril del 2013 murió Ana Victoria, mi señora, el cuarto bate de esta casa. Ahí termina una parte de la historia de mi vida. Que el Señor la cubra con su manto y le de felicidad y paz. Cuenta con mis oraciones...