Por: Ramón Márquez
¿No cesará este rayo que me habita
el corazón de exasperadas fieras
y de fraguas coléricas y herreras
donde el metal más fresco se marchita?
Miguel Hernández
Ella era un monólogo posesivo y sin remedio. Empezó por hacerse sola sin mucho sentido de la gente ni de la familia y cuando vino a ver era un prospecto andrógino y misántropo en volandas.
El nacimiento de su sobrina María Rafaela y la muerte como consecuencia del parto de su hermana María Angelina Pulido, le retrataron fielmente su futuro inmediato: en lo más profundo y precoz de su ser individualista sintió que había nacido para vestir santos y criar demonios. Hizo estas dos cosas con habilidad, porfía y abnegación, hasta el último suspiro de su existencia cuando puestos sobre ella, ya moribunda, los ojos de un gentío, pidió cuatro o cinco años de recuerdo antes de que la echaran al olvido. Temía por ese abandono post mortem en que caen los seres más queridos cuando, ya en la última luz de su existencia, se percatan de que fueron implacables con los más cercanos e impecables consigo mismos. Aprendió a leer por si sola cuando se enteró de que existían las Sagradas Escrituras y que había un libro que era la Biblia de Dios y que a los efectos de su trayecto individual podría ser la biblia de agua. El pueblo era para entonces un micro mundo de poca vida y poca historia. La vocación de un determinismo celeste lo hacía todo. Pero la pelea era peleando y si Dios ayudaba, pues mejor.
El fogón de Los Paujiles
Así fue Barbarita Pulido. Que nadie me venga con cuentos. La conocí como si la fuese parido. Ella me llevaba no más de cinco años y me conocía como si también me hubiese parido. Era la hermana mayor por sobre siete hermanos también mayores. Nacimos en Los Paujiles camino de San José hacia El Topón Pa’rriba. Después de la muerte poco misericordiosa e inesperada de todos los hermanos, llamamos a la aldea “Paujiles de la soledad”, porque en eso terminó ese pedazo de tierra, de frío y niebla, carencia, oscuridad y abandono. Mudamos la casa hacia lo alto de la soledad y allí empezamos a bregar con una memoria pertinaz y un recuerdo maldito. A Bárbara Dios le daba mucha fuerza y a mí me la daba San Isidro. Cualquiera podía pensar que la adversidad nos había matado la fe, pero no era así. La pandemia nos había matado la familia, pero nada ni nadie podían menguar nuestra fe. Por eso nunca comprendimos la distancia de quienes fueron en aquel tiempo los vecinos, unos cercanos, otros más lejanos y remotos. Mucho menos comprendimos las leyendas que se armaron a raíz de la muerte súbita de los parientes. Se propagaron como el humo verde maldiciones, condenas, castigos divinos y nunca supimos a ciencia cierta el por qué. Bárbara tenía dichos para todo, cada fenómeno sentido era un apotegma, una sentencia, por eso decía “a creencias paganas, oídos sordos, no haga caso José Antonio”, pero a mi me emputaba la miseria de los paisanos y no veía el momento de topármelos de frente por cualquier camino y sacar cuentas e indagar en las bobadas y supersticiones de la gente. Nunca tuve la oportunidad porque desde la distancia lo oteaban a uno y se escabullían por la primera trocha. Pero así fuimos ganando vida y haciendo de la muerte cuento viejo. Fue mucho el aliento que ganábamos de la niña que crecía con nosotros, en la misma oscurana y el mismo silencio. Era la sobrina María Rafaela nacida como de un relámpago de vida, o de muerte, mejor. Hasta que vino el sentimiento de la mujer, el cariño a los hijos propios y un cambio diametral de vida y de cielo, o quizás de infierno. Fuimos ánimas solas, pero nunca ánimas en pena.
Barbarita Pulido Chaparro,
la costurera de San José de Bolívar
Barbarita tenía la cara alargada, muy alargada. Después supe leyendo que podía ser la propia metáfora del insomnio. Si me preguntan que cómo la recuerdo, me obligan a decir que cuento con cuatro circunstancias memorables de su imagen y de su taciturna existencia. Una, cuando me dio el retrato de un padre capuchino, extraído por ella de no sé que revista, y me pidió que se lo pintara en un tamaño mayor. Ya ella sabía que lo iba a hacer perfecto, y eso me alentó y sin chistar lo dibujé. Me salió como ella lo había decidido de antemano: perfecto. Fue mi primer y último dibujo a lápiz porque era malo hasta la dejadez. La segunda, cuando fui a pasar unas navidades con ella sola en San José. Me pidió que fuera a casa de doña Carmen Guerrero por seis hallacas. Atravesé el pueblo en medio de toros candela y hombres disfrazados de negras. Doña Carmen estaba ebria de alegría y de miche. Me dio las seis hallacas sin cobrarme nada. Cuando volví a casa, la mesa estaba servida y la sombra de tía se proyectaba gigante y temblorosa en la pared de la cocina gracias a una vela que destellaba sobre un viejo cirio de iglesia. Cuando le devolví los dos bolívares, me tomó de la mano, apagó de un silbido la vela y salimos a la noche (nada buena). Ni una palabra. Doña Carmen la abrazó efusivamente. “Gustaron las hallaquitas, señorita Bárbara”. Y nos volvimos con las monedas y la certeza de que no era ladrón. La tercera circunstancia fue cuando me llevó de la mano por primera vez a la escuela. Representó el miedo más grande de mi existencia, y ella lo sabía. Cogimos la ruta del trapiche, pasamos frente a Doña Conchita y Doña Sofía Chacón y ya en la puerta de la “Regina Velásquez”, me abrazó y me dijo, “esta es su nueva realidad y su futuro, valor”, me hizo la cruz y se marchó. Y la cuarta, conmovedora, la viví una madrugada en Los Paujiles. Tío José Antonio y ella mataban el insomnio hablando del pasado. Esa mañana oscura hablaba Tío de deudas y de terrenos no resueltos. Barbarita oía como siempre, en silencio. De pronto lo interrumpe y le dice con una frase que todavía reverbera lapidaria en mi imaginación, “hable más bajito que las paredes tienen oídos y los muchachos deben estar oyendo haciéndose los dormidos”. Sentí susto y me quedó la impresión de que era un sopas que escuchaba tras la puerta dramas ajenos.
Cuando el dibujo del padre capuchino, fue un espléndido momento de alegría. Pocas veces como esa la vi sonreír. En navidad, el rostro de su tristeza me mató. Fue un 24 de diciembre en el Calvario y en penumbras, con un fondo de algarabía popular y alegrías bochornosas que llegaban de lejos.
Cuando Barbarita nace en 1898, San José de Bolívar era aldea de un espíritu y muchos sueños materiales por cumplir. Ya habían transcurrido 16 años de la fundación, y entre los Pulidos, los Chaparro, los Contreras, los Vivas y los Peñaloza se había tejido un pacto de voluntad labradora: ¿cómo hacer del Valle del Espíritu Santo un pueblo que empezara a transitar por los senderos de la prosperidad abiertos a su vez a horizontes de progreso? La pregunta que era el punto central –teológico y metafísico- sobre el que giraba el acta de fundación, se convirtió en un requerimiento pragmático que curtió efectos estremecedores en el corazón de los hombres y mujeres ganados por el porvenir. El valle era más geográfico que espiritual y en tal carácter vieron los fundadores el potencial de una comarca que se proyectaba hacia el futuro con sueños de pasión y luchas por la sobrevivencia: valle de aguas pedregosas, faldas de piedras de agua bañadas de sales por algún extinto mar. Turpiales, azulejos y ziotes con trinos y adornos de amanecer. Plantaciones de guineo fresco, barbechos de frijoles rojos, verdes y negros. En ese clima de santidad y brega, empezaron a prender las uniones sacramentales, porque las oficiosas y civiles no tenían basamento legal y terminaban siendo meros concubinatos. Eso lo sabía muy bien José Domingo Pulido Zambrano cuando empezó sus devaneos con la señorita Eufemia Chaparro Mora, de la misma aldea de Los Paujiles. La enamoró con tres palabras nada amorosas ni ornamentales : “vamos a casarnos, y por la iglesia”. En un santiamén se armaron los oficios y se dispuso que el matrimonio fuera en la población de Queniquea, el pueblo con la iglesia más cercana a cargo del presbítero Melecio García, curita bonachón y enamorado como casi todos los escasos curas de la época. Se creía en Dios pero se le temía poco y las incipientes iglesias eran también poco romanas dado el distanciamiento geográfico del dogma. José Domingo hizo llave próspera con quien iba a ser su suegro ejemplar, Don Rafael Chaparro. Este era un riobobero que con suma dificultad se le enfriaba el guarapo ni ponía pies en polvorosa fácilmente, un visionario que tenía además el privilegio de figurar como firmante en el Acta de Fundación de San José. Figurar en los documentos de los orígenes daba alcurnia, por más humildes que sean los pueblos que nacen a la historia o a la memoria. Lo cierto es que entre la miel y la cebolla, entre trapiches y vegas, empezó una empresa humana entre José Domingo y Eufemia. Trajeron al mundo 9 hijos.
Catre de Tío José Antonio Pulido, donde nacieron los sobrinos de Barbarita.
Siempre conservé con mucho orgullo la memoria de mis hermanos. Encarnaron dolores prematuros y profundos que me decía que la vida no iba a ser fácil. Cuando María Angelina muere a los 7 días de haber nacido María Rafaela, un nubarrón nos humedeció la esperanza. Fue sencillamente intolerable que la vida hiciera un canje trastornador entre madre e hija. La lucha fue inútil y no hubo milagro que valiera. Doña Rumualda, la comadrona que la asistió en el parto, me lo había manifestado esa mañana, “son pocas las esperanzas Barbarita. Prepare a los hermanos. María Angelina no pasa de hoy. ¿Dónde está el joven Evaristo? Búsquenlo y que se prepare”. Pero Evaristo era un nómada trashumante que malgastaba su tiempo en francachelas y partidas de dominó hasta por tres días continuos. Cuando nos dejó el suspiro y un vómito negruzco, impávida como una golondrina de luz, sentí que yo no podía ser blanda y que se me morían todos los sentimientos de vida. La muerte de María Angelina me metió un hierro candente en el pecho y la niña María Rafaela encarnaba apenas un aliento que me haría soportable la lucha venidera. Por un momento caí en la tentación de cambiar “Rafaela” por “Angelina”, pero no estaba para sentimentalismos y porque además esa era la voluntad de la hermana fallecida. Pregunté por los muertos que iban ya en menos de cuarenta años de pueblo y no encontré respuesta. Muchos morían y los enterraban clandestinamente en los potreros o solares de cada casa. Pero María Angelina debía ir a un Campo Santo, y así lo dispuse. Que se preparara el sepelio para que durmiera el sueño eterno junto a los otros hermanos. Cuando llegamos a San José con el ataúd, una lluvia boba de sol empapaba y destilaba sobre nuestras cabezas. Íbamos José Antonio junto a la “Flor” que envenenó su corazón, el postinudo del Evaristo Peñaloza, Don Reimundo Contreras, Sinforiana y Prundetina -dos vecinas caritativas y serviciales de la aldea- , cuatro muchachos más que nos ayudaban a cargar, el Párroco de Queniquea, el sepulturero y yo. Un responso, un rosario y entierro sencillo. Evaristo, que para eso era bueno, pintó una breve semblanza de la hermana y se desató una lloradera. Bajamos el cuerpo. Tierra sobre tierra. Polvo sobre polvo e improvisamos una cruz de palo mientras ganábamos tiempo para mandar a hacer la que se merecía. Noté que ya eran veinte cruces y 20 muertos, ocho de los cuales eran de la familia. Salimos con nuestro luto al pueblo camino de El Topón rumbo a Los Paujiles. No sabíamos si los días venideros eran para la vida o para los escándalos perpetuos y vergonzosos de la muerte. Había que pensar en otros modos de sentir.
“Tómeselo que está caliente y la casa sigue fría.”
Barbarita se movía entre el coser y el cocinar con una agilidad de diosa griega, al tiempo que no descuidaba la atención a las locuras que improvisaban las tres sobrinas diablas para mitigar el tedio que les inspiraba la paz y el silencio de las tardes de agosto.
Aquel era el patio del entretenimiento y el recreo familiar. Ya para esos finales del cincuenta tía era una señorita de cincuenta y dos años, de una delgadez comparable a la del Quijote, y encorvada. Sus monólogos eran cada vez más recurrentes. Misterios de oraciones y de palabras que nunca nos tradujo ni supimos de su significado. Recuerdo ahora la respuesta de Esperanza, la hermana mayor, cuando le pregunté una tarde por la razón que llevaba a tía a hablar sola, me respondió, “maleducado, los niños no se meten en lo que hablan los adultos”. “Pero, ¿Tía habla con quién?”, le repregunté. “Consigo misma, muchachito”. En mi inocencia de seis o siete años, pensaba que hablaba con los muertos, con los santos o con Dios. (En el Popol-Vuh se dice que el deber de los hombres-pito y de espadaña es hablar con los dioses). Pero yo me propuse indagar a mi manera el sentido y fondo de esos monólogos. Mis diablas andaban en otras cosas, ya eran mozas que empezaban a interesarse en los besos que salían ilustrados en las revistas que llegaban de Caracas.
La Singer roncaba, erupcionaba, eructaba, se atascaba y mi tía era como una maquinista abriendo diminutas carreteras de hilo sobre el terrero de los caquis color marrón. Era como una C de luto encorvada fija en las líneas y en las curvas que iba exigiendo la costura. Que el señor los tenga en el purgatorio o en la Gloria. Tanto sacrificio señor, tanta ausencia, menos mal que la Marucha me dio estos sobrinos, sino que hubiese sido de mi vida. También el José Antonio que me dio por su parte los sobrinos que le quedaron después de que la loca se marchó. Pero que suerte esta de los Pulido Chaparro, unos muertos, otros idos y el mar de la incomprensión. Ya no voy a entregar este pantalón hoy. Si apareciera la María. El viejo Eustaquio se mete en política sin saber nada, se lo llevan preso y la pobre mujer que tiene que correr a esas ciudades lejanas a hacer qué, si la última vez que se fue no lo pudo ve, y la penúltima se fue por un barranco. No se les antoja otra cosa. A mi ese matrimonio nunca me ha gustado. Empiezan por hacer zapatos y terminan haciendo muchachos. Qué Dios me perdone pero francamente. Bueno, ya es hora del puntal. Esto no lo termino hoy, y esta máquina que no responde, no sé que le pasa, Señor. Qué estarán haciendo los muchachos. Por ahí vi pasar una sombra. A lo mejor me están aguaitando, quieren el café con leche y la paledonia. Si tuviera cuatro manos y otro ser. Ya es hora de que el Escolástico de compadre Elías llegue por ahí con sus apresuramientos, pero me va a oír. Que pase mañana. Pero el tiempo apremia y ese muchacho tiene que irse al Seminario y por mi no va a dejar de ser ¿Quién es? ¿Quién? “Filomena, señorita Bárbara”. Lo que faltaba. Con qué vendrá. Nunca le falta un chisme. Hágame el favor Filomena, no estoy pa cuentos ni pa perder tiempo. Es que vengo con una razón. Tampoco estoy pa razones. Hay Barbarita se me va a morir de una rabieta un día de estos. Y usted parece un ánima que desanda con mucha pena. ¿No tiene oficio? Pues si no me quiere oír me voy. Si ve por ahí a las muchachas que las espera el puntal. Están en casa de los buey. Familia Rodríguez Pérez, Filomena. La misma vaina señorita. Qué suerte de vecina. Qué mujer.
Y Doña Filomena cogía el camino real para su casa susurrando lo que nadie le oía. Le iba a contar, pero ya pa qué, que Emerenciana está muy grave y que en su agonía está soltando lo que no había soltado en vida. Pero ya pa qué.
Después del puntal Barbarita volvía a la Singer a rematar las costuras del día. Las diablas jugaban a las muñecas y yo cogía el solar a inventar juegos con palos y piedras y a hacer puentes y carreteras por las ciudades de mi imaginación. Pasaba la tarde. A las seis la cena, pasta campesina como sólo tía Bárbara sabía hacerla, una taza de chocolate y la infusión deliciosa de sábila, clara de huevo, gotas de brandi y malta Polar. A las siete, el santo rosario y unas palabras introductorias de la tía por los que se han ido, por los que se irán, por los que están mal pero que podían estar mejor y por los que gozaban de vida holgada y buena. Las diablas aprovechaban el sagrado momento del rosario para infligir diabluras. Se interrumpía el rezo y se procedía a estrenar la vara de manzano del día. Era una vara larga y pulida que utilizaba tía para reprender las anormalidades recurrentes de mis hermanas. Dos o tres varazos sobre la más diabla, la negra Lourdes y la exclamación con lágrimas del “pecadito negro, pecadito negro”. Después un silencio profundo como nunca más he oído, interrumpido sólo por los ronquidos que salían del cuarto de papá cuando estaba en casa. “Eso es lo único que hace, fregar, comer y roncar”. ¿Qué símbolos guardaba la vara de manzano para tía? Era el único instrumento que usaba para reprender. El manzano es bíblico, el árbol del pecado y de la vida. ¿Tendría algo qué ver con lo monólogos?
Los domingos era la fiesta y las ceremonias religiosas. Tía nos levantaba temprano. Bañaba a los más pequeños con agua tibia y hojas de romero. Desayunábamos con arepas de maíz pilado, huevo o hígado y el vaso de leche que bajaba Tío José Antonio de Los Paujiles. A las ocho la misa, los encuentros con Dios y los sermones del Padre Juanito. “No es asunto de salir de Dios temprano, pero alivia.”
El resto del domingo era la consagración de la primavera. El tiempo ideal para pasearse por los cafetales, o salir al pueblo a curiosear a los aldeanos que llegaban al pueblo a hacer compras y a cumplir con el santo sacrificio dela misa. Los de Río Azul eran seres de una otredad extranjerizante: catires, de ojos azules pero de un recelo montuno y avergonzado. Si eran ocho, se convertían en una cadena de 16 manos asustadas y entrelazadas.
El banquete del mediodía era con lo que más soñábamos durante la semana. Había un esmero inusitado por la culinaria dominguera. Por lo general eran inmensas gallinas preparadas a la braza, o guisadas con salsas rojas en calderos negros. Y era el encuentro familiar entre Los Paujiles y San José. Tío José Antonio llegaba acompañado de Tulio, inseparables y contertulios del aguardiente. El primo Pedro era el más desprendido porque apostaba siempre a ser el galán de la comarca, casi siempre con éxito. A eso de las cuatro aparecía jineteando un caballo, y aquello era motivo de jerigonzas terribles por parte de tía Bárbara. “Ya llegó, ya llegó el muy sin pena. ¿Ya fue a misa, ya comulgó? Pues entonces no pierda ni el arrepentimiento ni la comunión. Siéntese a almorzar. Tía Barbarita, apenas una vueltica pal muchacho. . Una vueltica si que es bueno. Se lo lleva y termina con las novias y dando malos ejemplos. “. Esos eran más o menos los diálogos entre la tía y el sobrino. Finalmente yo me escabullía y Pedro me recogía por el Camino Real. Y en efecto, la Tía no se equivocaba, salíamos con las novias, dos hermanas, las García que viajaban al pueblo desde “El otro Lado”. Pedro “Garantías” cogía el monte con la mayor y yo me quedaba en pleno camino sin saber qué hacer, qué decir ni qué tocar, con la menor.
Tía era fregada pero una mujer de un gran corazón. (“Mentiras, María, yo nací sin corazón”). Nunca se le vieron dobleces, al menos yo no se las notaba. Muy estricta y apegada a su fe y a la verdad que Dios le inspiraba. Pero, fíjese, era poco caritativa, no creía en las limosnas, ni en las dádivas. Ella pensaba que cada quien debía resolverse lo de cada quien. Tenía un dicho, “la caridad entra por casa”.
Pues yo nunca le conocí a nadie. Pero creo que…si, había un señor ya mayor que la lisonjeaba mucho. Pero ella indiferente…¿cómo era que se llamaba? ¿De la familia…? Qué memoria mijito, creo que de los Vivas. (“No inventes María, déjese de imaginaciones.”). Muy poco comunicativa y monologante, si así puede decirse y de un silencio impenetrable siempre. . Tenía una frase que recuerdo ahora, pero que nunca supe a qué se estaba refiriendo. Cuando ella veía la cosa difícil, que para esos días era casi todo el tiempo –nada era fácil mijito- decía, “la lluvia no está pa’ fiestas”, y se iba como rezando oraciones con su eterno vestido de medio luto, que era un diseño, por cierto mijo, de la tía Gertrudes. Pues la que nos enseñó a coser ropa y a ganarnos la vida con la costura. ¿La tía Gertrudes?. Si, una de las últimas que murió, todavía estaba Gómez vivo y yo una pelada. ¿En qué año fue que murió Gómez? En el treinticinco, Mamá. Entonces sí. Era severa y austera y aprendía muy rápido. Claro, la necesidad era una gran escuela y tenia, como dicen, cara de perro. Cuando apareció Márquez, sus pedidos nos ayudaban mucho con eso de las capelladas para la fabricación de los zapatos. A tía nunca le gustó Márquez. Lo vio siempre como el forastero. Qué estudio ni qué nada, mijo. Papá se vino con la camada del segundo matrimonio y nosotras teníamos que ayudar para que ellos estudiaran. Yo si creo, Ramoncito, que la historia de esos pueblos es más imaginación que memoria. La gente inventaba mucho, había mucho fantasioso con su lata de versiones. Lo detestaba sin consideración, tía era severa, dura con quienes llegaban a contar historias y a falsear la realidad. Dígame las agarradas que cogía con Tía Genara, que le gustaba mucho darle a la lengua, y con Doña Filomena. No podía verlas. Con tío José Antonio se llevaba bien. Tío era un alma de Dios, pero con él también fue muy severa. Cuando lo de Doña Flor, Tía se convirtió en la consejera espiritual de Tío. Lo ayudó mucho porque al pobre viejo se le quebrantaron los elementos y la naturaleza, y se fue a pique espiritual. Si uno contara todo como fue, no habría cara para tanta vergüenza, mijo. Yo estaba muy pequeña cuando bajamos a vivir a San José. Supongo que los dos tíos arreglaron sus cuentas y se dividieron lo que tenían que dividirse. De ahí salió la casita de El Calvario. Ahí vivimos las dos solitas por mucho tiempo. Desde ahí empezó nuestra lucha, Ramoncito. El abuelo Evaristo tampoco se llevaba muy bien con Tía. Eran como el agua y el aceite. Papá fue parrandero y michero. Cuando la abuela Alcira lo abandonó y cogió con los muchachos para Caracas, al viejo se le agravó el vicio. Cómo no, cómo me gustaría que alguien compusiera esa historia con tantos datos sueltos y tanta imaginería. Por ejemplo, ese personaje tenebroso de apellido Noguera, era un demonio. Todas esas cosas tienen que salir, en forma de historias o en forma de cuento. Sería bonito hasta una novela.
¿Cómo se llama?, No sé, pero dicen que nació con vocación. ¿Vocación de qué? De historiador. Es el hijo mayor de Pedro, pero todavía no lo conozco. Pero qué espera para conocerlo. Un día de estos. Pero para eso, la necesitamos a usted alentada y buena. Ayy mijito, siento que estoy en las últimas. Ya uno fue lo que fue. Echen ustedes el cuento.