lunes, 14 de enero de 2013

PALABRAS CONTRA EL OLVIDO A PEDRO PULIDO PARRA



La vida siempre sonríe. Allí están entonces las visiones que suplantan la memoria perdida.

Viejo. Adriano G. León

Mirar al pasado de los hombres y encontrar sólo ranuras y sencinadas, fragmentos de tiempo interminables y cuadrillas de gente humilde sin palabra y con opaca y hermética memoria, motiva la tentación de apelar al instrumento de la mitología para  abrir un boquete curioso sobre ese universo de silencios implacables donde, sin embargo, late como corazón dormido una comunidad de afectos, de saberes y por sobre todo, una identidad sujeta a la mancomunidad y la pertenencia.
Pero como ya lo dijo alguien en un pasado remoto de la historia popular del mundo, la mitología es una dolencia del lenguaje, una dolencia que,  a fin de cuenta,  encuentra remedio con más lenguaje, con fantasías, memorias paralelas e imaginación.
Los que procedemos de esos silencios y humildeces  ancestrales, mojamos la memoria en esas aguas calenturientas de la recordación; Rico y sugestivo mecanismo que busca la hazaña de un imposible: llegar al origen personal de donde nacen y crecen cada una de nuestros recuerdos más  remotos.  
Por estos días San José de Bolívar se ha vuelto una provocación lingüística y folclórica, a propósito de la acogida calurosa que nos despierta los 70 años del hermano mayor Pedro de los Dolores Pulido Parra.  Pedro es una figura de orientación memorística para quienes tras de él, a una distancia de década y pico, quisimos correr los mismos caminos, montar los mismos caballos, cantar las mismas décimas y amar a las mujeres del mismo colorete y seducción que él amó,  idílica y románticamente.

Pedro Pulido con dos niños 

Hora que me acuerdo, cuando oíamos hablar de "la casa del Topón pa' rriba", reventaba en nosotros, sutes todavía, resonancias mágicas como de una navidad eterna.  Tras los pasos de Pedro abríamos  camino entre niebla, polvo y viento buscando el rumbo a la vieja casa de Los Pajuiles. El  baquiano nos sacaba diez, doce metros, ("apúrense que nos coge tarde"), y nosotros pegábamos una carrerita nerviosa y agitada para emparejar el paso, con una mochila vacía en los hombros que bajaba después con  los huevos, el queso, el maíz, los guineos de tío José Antonio para la tía Barbarita.


La casa de Los Paujiles y tío José Antonio

Al salir de la neblina espesa, a una altura de no sé cuantos metros, se veían abajo las casitas,  como acurrucadas y marchitas. Subíamos a un tramo de llanura despejada y Pedro decía a silbar y nosotros a coger oxígeno para serenar la respiración y enmorochar los pasos porque en los caminos desolados de madrugada es donde se hacen los hombres  y se templa el coraje del porvenir.


La casa de Los Paujiles 

Ya en Los Pajuiles -para nosotros la aldea se resumía y consumía en una sola casa- nos imbuíamos torpemente en los quehaceres del día: el maíz para los pollos y las gallinas que hacían del patio principal una policromía de plumas indecifrable; la comida para los cochinos que nos recibían con una polifónica ensordecedora y anti-musical; el  bramido de la vaca y el becerro, lo más atractivo y tierno de la jornada, y después las orientaciones del tío José Antonio que empezaba a darle orden al día para ganar aquello que más abundaba: el tiempo. 


Tío José Antonio

De fondo el ladrido de los perros cazadores y,  por último, los árboles, los pájaros y el correrío infantil potrero abajo hasta alcanzar la emoción de sentirnos perdidos como en los cuentos que nos leían  Alcira y Socorrito en la Escuela Graduada "Regina de Velásquez".

Cuando Pedro montaba el caballo, aquello nos parecía la composición de un toro sofocado con ojos de tizón y relámpagos en las patas. Ya montó "El Garantías",  decía el pueblo a secas. Era la época de las novias de nuestras mocedades vírgenes y de las canciones que daban en la mera madre hasta el más puro e incomprensible desgarramiento sentimental.


Pedro Pulido en su caballo blanco Palomo

San José de Bolívar era un pueblo de calles de tierra, metras y trompos. Las calles nos servían para hacer los hoyos donde debían entrar las metras, y sobre el polvo reseco los trompos bailaban mejor, antes de morir a hachazos o sobrevivir a duras penas.
Yo digo que fue al final del período de Don Rómulo Betancourt cuando las calles aledañas a la plaza del pueblo se armó de concreto y rayas de asfalto encendido sobre sus calles viejas. Llegaban de la ciudad -no sabíamos de cuál- tanquetas, cisternas, buques, mezcladoras que revolucionaron la física y el espíritu de San José. Vendría luego un proceso de extinción de costumbres, juegos, entretenimientos, y los caballos como los de Pedro empezaron a soltar relámpagos por las patas cuando prendían carrera sobre el concreto.


La esquina de Barrio Jondo

Por esos tiempos -digamos que en los primeros años de la democracia representativa y plural -  Barrio Jondo era una especie de "ciudad prohibida" aunque colindara con la iglesia por la parte de atrás. Dice uno ahora "ciudad prohibida" como si habláramos de un universo de dimensiones desconocidas. Pero me gusta la imagen  "ciudad" para  recordar una esquina, la del delirio etílico popular y la tentación solariega. Pasar por allí con los padres, o con las tías, era un acto de sospechosa misericordia. Ahora, visitar a Barrio Jondo con Pedro Pulido, encarnaba un gesto retador y de precoz hombría. Y no era porque aquello fuera una suerte de "zona de tolerancia", no; en San José de Bolívar no existieron las damiselas encantadoras. El embrujo de la esquina venía más bien por el lado de las cantinas y las rockolas. Allí empezaba a crecer y a extenderse un sentimiento que no era patronal; una manera de afrontar los afectos amorosos que nada autóctonos, y eso nos removía el espíritu de transgresión, que después supimos que era universal y muy humano.
Cuando Pedro nos recitaba los versos del poeta Bartolo empezamos a conocer y familiarizarnos con la palabra como música. Nuestra querida madre,  María Peñaloza,  lo congratulaba con su risa despierta y desinhibida, pero la tía Barbarita soltaba un "anja" de reproche y mandaba a Pedro a ocuparse de los animales y de las matas marchitas. Por ese entonces vivíamos en El Calvario, que era un símbolo de sacrificios y restricciones, y creo que Barbarita  tomó aquello a pecho y muy en serio, sin dar concesiones ni aceptar chanzas profanas.
Imagínense lo que era ir de la "ciudad bendita" (El Calvario), a la "ciudad de la perdición" (Barrio Jondo). Y no estoy hablando de distancias  kilométricas. Apenas tres cuadras nos distanciaban del Sagrado Corazón, la virgen, las oraciones, los escapularios y las velas de la tía, y las tentaciones de Barrio Jondo.  
Recuerdo singularmente aquella estrofa de Bartolo que cantaba:

Qué tanto me está mirando
yo no vengo de codeo
yo no traigo contrabando
yo lo que cargo es guineo.

Y la otra versión nacida de no sé dónde:

Qué tanto me mira usted,
que lo reprocha mi orgullo
déjese usted de chanchullos
que no vengo de parís,
yo no cargo marihuana
yo lo que cargo es maíz.

Había una estrofa propia de los caballeros andantes que, traspapelada en mi memoria, siempre se la he achacado al hábito versificador de Pedro:

Ninguno cante victoria
aunque en el estribo esté;
que muchos en el estribo
se suelen quedar a pie.

Por lo demás,  Pedro es de un ingenio fulgurante para describir sintéticamente el estado de espíritu de las personas que se tropezaban con él en cualquier esquina.  "Para dónde va con tanto sueño", le grita el riobobero burlador a un señor visiblemente cansado que bajaba cabestreando una mula. El señor responde cándidamente, "ya camino al joyo", y siguió. De pronto, media cuadra después,  se detiene y se devuelve,  pero ya Pedro se había pintao. El señor me pregunta, "¿para dónde cogió ese sinvergüenza?" "Creo que pa' lla". Y volviendo a sus pasos entre dientes dijo, "bagabundos pendejos que lo creen a uno bobo". Era Don Luís Mora, el esposo de Berta "La Joyera", a quien llamaban Luís, "El Dormido".
San José resuena como una sinfonía especial en mi corazón. Encarna el aire de un aura que me incita a soñar y a volver sobre los pasos de ese niño que renace siempre  en uno. Río Bobo es el reino en donde empieza una vida de timidez y atrevimientos. Mi proceso iniciático como varón,  en muchos órdenes se lo debo a  aquel muchacho que aventuró sueños y esperanzas en otros mundos para volver sobre esos pasos perdidos y de reencuentro con San José. Ahora es Don Pedro Pulido, inmerso en la certeza de ser un padre ejemplar junto a la reina de su corazón: Josefita Zambrano de Pulido.

Ramón Márquez Peñaloza
Mérida,10-01-13