viernes, 12 de julio de 2013

OTILIA por Ramón Márquez



Una historia se repetía en Otilia: la historia de la belleza de la mujer puesta al servicio de satisfacciones  y deslumbramientos colectivos. Fue un encanto –dicen- un hechizo que minó de seducción los imaginarios varoniles y de envidiosos celos y reproches a los espíritus del resto.
Atentos a esa oralidad de  encantos, de odaliscas idas o envejecidas, nos dirigimos esa noche al Jarrón de Baviera: un extraño recinto de veleidades y pasiones melancólicas acompañadas de ese sopor nostálgico que embriaga hasta lo insaciable los corazones de aquellos amores  jurados un día.
 Llegamos ebriosos y dicharacheros  con infinitos deseos  de explorar en los misterios gozosos de  esa vida,  esplendorosa y desinhibida, de una de las mujeres más bellas de San Cristóbal: por ahora, simplemente,  Otilia.   
Cuando cruzamos la cortina de greñas plásticas y fosforescentes de la puerta de entrada del Jarrón, vimos a duras penas entre la penumbra que en la barra ya estaba instalado cómodamente José Antonio. Bebía cerveza y  oía  boleros. Su rostro era una evocación subliminal de no sé qué partida perdida, pero que  destellaba melancolía, sentimiento, podía pensarse que algo le iba mal por dentro y que su presencia allí no obedecía al plan trazado, sino a los recovecos de un guayabo de padre y señor nuestro.  Sonaba “Amor sin esperanza” en su exquisita versión original y  Julio canturriaba cabizbajo y en silencio. El gesto de José Antonio por la tardanza nuestra,  fue una escena que nos destapó imágenes del viejo cine mexicano; de inmediato le expresé que se parecía a Toni Aguilar en la película que protagonizó con Pedro Infante por allá en los años cincuenta. No le gustó la comparación, la rechazó infantilmente, convencido seguramente de que era más bien un dandi a lo Jorge Negrete,  sonreímos y no pasamos de allí. La atmósfera del lugar lucía ciertamente esa añejada temperatura de los años 50. El porte de los hombres y las mujeres que lo visitan corría por ese mismo estilo. Lo demás, lo hacía la música, la estampa de Julio y el diseño de las botellas que se exponen flagrantemente, algunas llenas, otras ya vacías.
Entramos a la selección del trago. En el Jarrón no hay muchas opciones. Los tragos buenos se exhiben como reliquias y no se sirven, a nadie ni a ningún precio, “y no es porque sea usted”,  masculló  inseguro Julio, el hijo menor y único –como después supimos-  de Otilia que ya rayaba los 75. Yo no quería cerveza y Cristhian  se tranzó por una negra. Empezaron las ofertas y los rechazos: vocka, tequila, ginebra, de marcas desconocidas y de dudosa calidad.
-Deme uno de aquellos- dije para provocar el ceremonial de anticuario  etílico de Julio que la cogía por rezar las propiedades, los años, la época y las personalidades que lo bebían cuando “mi mamá era apenas una moza hermosa,  florecida  y apetecida  por infinitas miradas y pasiones”.
-¿De cuántos años estamos hablamos?- , preguntó con delicadeza Cristhian, pero con un énfasis puesto en los objetivos.
-Mamá se hizo de este negocio cuando tenía 25 años y tiene hoy  noventa y tres, saque la cuenta-  
 Los tres miramos al techo sin ton ni son como contando primaveras o implorando a Dios en oración.  Ninguno de los tres había nacido. Ninguno  sabía lo que era una meretriz antes de los 20 años.  Supusimos imágenes de principios del siglo XX: época gloriosa del ramerismo, del putañerismo condimentado y reivindicado  por romanceros y poetas y elementales tratados en prosa.
Pero, seguimos con lo de mi trago ya casi agotadas todas las opciones. Hasta que Julio  decidió por su cuenta, y con un carácter resuelto, brioso y sin titubeos, echó mano de una botella de vocka de marca desconocida y la puso sobre el mostrador.
-No hay otra –dijo sirviendo- si no le gusta no lo paga.
Y me   zampé el primero de una sola venia, sin regaño, sin efectos. Me  calentó ipso facto el estómago con esa rica sensación que queda y que nos hace apetecer el otro inmediatamente. Y vino el segundo, y el diálogo se hizo más fluido, y la relación y conversa con Julio se tornó suelta, sin cortapisas, que era en principio el objetivo de la visita, acordado con Cristhiam y José Antonio: Otilia era una exquisita incógnita, un arcano de esa  comarca que rezaba a Jesús nuestro Señor y leía a Vargas Vila.
-Dicen que la nostalgia es una enfermedad de la memoria física, -dijo Cristhian como buscando encausar la treta de su erudición hacia los temas que dominaba, justo cuando Julio salió del mostrador a servir unas birras y a prender boleros en la vieja rockola.   
-En alguna parte leía yo esa frase, pero ahora no me acuerdo- repuso José Antonio haciendo un gesto de desprendimiento intelectual.  
-Si es así, si la nostalgia etc.etc… de la memoria física… entonces dónde queda la “memoria del espíritu”,-  solté yo ante el reto, pero  sin mucho aliento y sin quitarle la mirada a los pasos y gestos de Julio que en ese momento era un ser de otros tiempos, otros modos y espíritus de vida.
- ¿Siente nostalgia ese ser?, pregunté señalando a Julio.
-¿Acaso no vive en su pasado que es este presente que nos ofrece a nosotros como un portento de la más pura originalidad?
-A veces pienso que se siente una reliquia –dijo Cristhian- un objeto de turismo sentimental o romántico.
-Esto no vale nada sin Otilia- repuso José Antonio-,  Julio es una reminiscencia fútil, o fatua, había qué ver. Lo cierto es que no tiene peso por si mismo y es un pasado sin contenido-
-Pero es la voz que necesitamos oír esta noche– cotejó Cristhian advirtiendo que Julio volvía a la barra.
-Sin boleros no podía haber amor en América Latina – sentencié yo con un gesto magistral como provocando la majestuosidad que veía en Julio y que mis amigos no veían ya de tanto verlo por frecuentar el Jarrón  tres a cuatro veces a la semana. Era la primera vez que yo entraba al Jarrón de Baviera y gozaba del encanto inaugural de las cosas. La vida es así: virtud, amor y curiosidad de primera vista.  Y creo que Julio me percibía del mismo modo.
-El amor en nuestro mundo cuenta con tres verdades: ritmo, osadía y un corazón de acero-  dijo Julio soltando al tiempo sobre nosotros una mirada de revancha, de provocación, como advirtiéndonos sobre embrollos  de no sé qué naturaleza y que hasta el momento eran para nosotros pura metafísica. Nos recogimos con disimulo recordando la frase de José Antonio “reminiscencia fútil…pasado sin contenido”.
-Otro- pedí yo levantando la copa Lara y asimilando la entrompada de Julio con una sonrisa de aprobación, a lo que repuse:
-el “corazón de acero” es para la mujer o para el hombre?-
-Depende de las circunstancias, de que llueva o caiga sol –avanzó Julio un centímetro más, y reventó casi cantando:
-Púyalo Anacobero-  y corrió diligente y danzarín a atender a dos contertulios ya avanzados de edad que bebían en una mesa cerca de la barra.
_Mire donde está Otilia – gritó Cristhian señalando con su brazo derecho hacia la izquierda.  Era una fotografía en sepia que podía ser Otilia, o la mamá de Otilia o la abuela. Miramos en silencio un rato los tres buscando vencer lo mejor posible el clima de humo y de sombras que recaía  sobre la pared de la izquierda, donde había una puerta desvencijada y de  madera antigua que daba a alguna parte de ese subyugante universo amoroso.  “Una Proserpina”, pensaba para mi mismo buscando semejanzas con las divas del canto latinoamericano.
-¿A quién se le parece Ramón? Preguntó José Antonio con un rostro de especulaciones ya no tan metafísicas.
-En eso pensaba –respondí-  me imaginaba a “Proserpina”, pero es una referencia muy etérea  o muy mítica. Si pudiésemos verla más de cerca…traer la foto al mostrador y ponerle lupa…a lo mejor pudiese ser la Esther de Balzac en los Esplendores y miserias de las cortesanas…
-Están como en las nubes-  entonó la voz de Julio golpeando el mostrador con dos botellas de cerveza.
-Tú y las nubes- canturreó mientras  servía a los amigos, y silbaba y volvía a canturrear, anegado de una extraña alegría, roncera, como si en efecto fuera él y no nosotros  quien libara.
Recordé un viejo texto de Sartre, algo así como “La puta respetuosa”, en singular, un libro que ojee hace más de treinta años, pero ni puta idea de su comienzo,  contenido, estilo, forma. ¿Por qué justo ahora vuelve a mi memoria? Me imaginó que el filósofo pintaba allí la historia decente de  una ramera francesa con un don especial y amoroso por los existencialistas, así como las latinoamericanas lo tenían por los políticos, los burócratas y los dictadores.  Me detuve en esta reflexión mientras medía la temeridad de indagar en la vida de Otilia a través de la voz de su hijo. Bastaría con concluir que la belleza cortesana tiene una historia comprometedora y que cuando se cuenta ya no hay tal belleza sino rasgos, trazos y trozos de lo que fue junto a un caudal de invenciones, ennoblecimientos y pulituras  con memoria de un final feliz.  ¿Cuántos militares pasaron por Otilia, cuántos la explotaron, la usaron como confidente o espía, la extorsionaron, y mírela aquí, objeto de un deseo intelectual  de tres toches tachirenses que se creen historiadores de lo oculto, de lo  prohibido.?
-Creo que escogimos mal al informante,  amigos. Quien quiera recoger nacientes o simples rocíos de esta historia tiene que ir a la fuente y eso implica, bla bla bla y cuchi, cuchi, cuchi…y en otro  escenario…
-O se te fueron los palos o estás idealizando la vaina – atajó José Antonio girando hacia la izquierda en dirección a la rockola-
-Nosotros no podemos vivir sin una puta quimera, ese ritornelo del ideal que encuentra sublimaciones hasta en el basurero, coño, otro trago trosco,  -lanzó candela el Cristhian ya con el ojo derecho  más apagado que el izquierdo,  o viceversa-
Mientras tanto el José Antonio se soltó con un ranchera de Antonio Aguilar (creo que “El prisionero”)  y se vino desde la rockola  improvisando movimientos como si viniera montado en un caballo de paso fino.  Volvió a ser Tony Aguilar.
Julio sufría de una exaltación extraña y que no era etílica. De pronto  se suelta a servir tragos y cervezas sin esperar los pedidos. “Todavía la tengo”,  “aguante ahí”, “achante un pelo” eran nuestras últimas exclamaciones  ante lo fulgurante de una atención que rayaba en el servilismo. 
-Tabernero, Licor-  gritó Julio  visiblemente enardecido y trazó sombras de su juventud, incluso de su adolescencia, cuando por circunstancias de fuerza mayor tenía que acompañar a su madre hasta las  cinco o seis de la mañana, “hasta que saliera el antepenúltimo cliente”….
-Y  ¿qué pasaba con el último? – averiguó como una centella inocente el Cristhian..
-Vio, eso no se pregunta… -atajó el Julio con una inflexión que no significó enojos ni rupturas…
-Recuerdo que mamá se divertía mucho agilizando los servicios, motivando a prisa a las mesoneras cuando oía el grito de “tabernero, licor”. El clima  cogía otro ritmo, se hacía más festivo y se morían las tristezas. Porque, les digo una cosa: el espíritu de la época no era guasa y descarga solamente, como es hoy en día. Reinaba en toda esa gente, tanto en las mujeres como en los hombres, una cierta congoja, eso que hoy llaman por ahí melancolía y que era como una enfermedad que se contagiaba de los libros de los románticos y los poetas populares. Yo francamente no sé de dónde viene eso, pero  la memoria que tengo de aquello me gusta y el Jarrón de Baviera guarda esas reminiscencias.
-Un brindes por la memoria de Julio Rama-  gritó José Antonio.
Levantamos las copas y Julio hizo una venía de complacido.  Ya eran las 11 y 30 de la noche. Empezaba la ofuscación etílica y el ambiente se fue llenando de sílabas sin argumentos, vociferaciones de un lado y otro que llevaban la música de la rockola a su mínima audición. Le pedimos a Julio, casi que gritándole al oído,  que le metiera más volumen, pero hizo un gesto de imposibilidad  advirtiendo que esos aparatos no podían con los estruendos y las algarabías humanas del presente.
-Provoca irse –dije ebrioso y aturdido.
-Y no vas a conocer a Otilia Rama?
-Cuando salga ya estaremos borrachos- dijo Cristhian
-Esa sale en cualquier momento, deje y verá-  repuso José Antonio con el oído puesto en un hilo de música que le recordaba a San José.
-¿Te acuerdas de esa canción? – preguntó- Era la favorita de Don Pedro Antonio…
-De qué año…? –
-Pues si no lo sabe usted…
-Creo que es la orquesta de un mejicano que se llama Luis Arcaraz, tronco de orquesta y la canción es ”Quinto patio”, oye..pero se oía esa música en San José..?  ¿No era un sentimiento de puras rancheras.. una memoria de cuates lo de San José?
-Pues no, se oía uno que otro bolerito…ese es el preferido de mi papá..-
-“Por vivir en quinto patio, desprecias mi raza..” , canturreó Julio con buena afinación…
-Oye, Don Julio, hágame el favor: y Otilia a qué horas sale? -
-A la hora que le da la gana…
-Ya viene siendo hora – remató Cristhian.
-De qué- preguntó Julio.
-De que la conozca Ramón…
-¿Qué le van a ver a una reina de 93 años?
-Esas son las que nos hacen ver lo que no vivimos del pasado..- sentencié yo con una firmeza de anticuario.
-Pues, péguesele al alma del Daniel Santos –bromeó Julio- ese es el “santos” milagroso de mi mamá…fueron más o menos contemporáneos y llegaron a conocerse en el bar “La devoradora de hombres”…así sería…- y apagó el relámpago de una memoria locuaz, enarbolando dos frías y un trago mas.
De pronto, como por un encanto de inframundo, un aire, un sílfide,  se tejió en el ambiente un silencio de “canto de gloria”, un silencio de misa, un chito de poder o devoción.  Era el silencio involuntario y profiláctico de los espíritus  que apuestan a la muerte de los oídos pero que caen vencidos para oír por última vez  el silencio del infinito.  Creo que de ese silencio nos percatamos apenas quienes desde la barra teníamos el plan preconcebido de Otilia. Y apareció. Y fue gloriosa y grotesca a un mismo tiempo su comparecencia. Y no supimos hilar bien qué relación había entre el silencio momentáneo y su presencia reluciente  llena de fragancias de tilo,  romero y un perfume audaz de aquellos tiempos. ¿Se trataba de un ritual, de una ceremonia preconcebida y tan bien planificada? ¿Era una apuesta al azar el silencio de la gente, el apagón de la rockola  y la majestuosidad de Otilia dándole la bendición a Julio quien se puso de hinojos como si la presencia de su madre, inesperada, fuera una imagen de otro mundo, incluso de otra vida?.  Se verá. 

El aliento etílico de la atmósfera empezó a recuperarse. Otilia hizo una seña a Julio quien salió inmediatamente de  la barra.  José Antonio saludó a Otilia y me pareció que su saludo iba inspirado por una reverencia y cierta timidez. Cristhian saludó a Otilia con una postración de señorito sifrino, pero muy a la gocha: “¿Cómo me le va señora Otilia?. Y ella, dueña de si, de sus emociones y de su historia se hizo de unos segundos y apenas refunfuñó un “que tal los muchachos”.
 Sonaba “Contigo en la distancia”, de Lucho, y pensé nuevamente en Esther, en Margarita, en Helena -aquellas dulzuras que nos minaba de apetitos fantasiosos en la fuente de soda de la Unidad Vecinal-. Pensé incluso en Carmen Petra. Había un aire multiétnico en Otilia y no era difícil reconstruir imaginariamente su belleza en medio de las no menos de mil arrugas  que habitaban su cara, ya con gestos  disimulados de abuela y tics de anciana. Pedí otro trago elevando la copa. Otilia me miró y se apiadó del vacío. Dio dos pasos muy firmes, para su edad, hacia la barra, puso los codos sobre el mostrador, intentó subirse los cachetes con las manos, sumamente blancas, y me susurró con cierta picardía juvenil, iluminando exageradamente con azul flambeado sus ojos,  “¿qué bebe su merced?  De momento sentí que el retrato de la pared había envejecido y que me entrompaba sin traumas, sin artilugios ni piedad.  Un reguero de abalorios pulidos sonaron en la superficie del mostrador que caían del cuello de Otilia como un collar de glorias y de penas: el collar de la paloma, pensé.  De sus labios salió una sonrisa de dientes carniceros. No quitaba de mis ojos sus ojos de azul flambeado, disminuidos por el universo de arrugas, pero francamente hermosos.  Segura de que su pasado no la traicionaría –su pasado físico y espiritual- asumió la pose de la niña callejera que espera una limosna.
-Qué linda es usted- dije enternecido.
-Ya se lo sirvo- y se movió al fondo donde estaba la botella de mi vocka espiritual.
(Cuando te vimos, estabas ensimismado Ramón, fijos los ojos ebrios sobre el rostro de Otilia. Yo dije, se nos enamoró el hombre, y Cristhian compartía esa impresión. Fueron como tres minutos, Ramón, tres minutos, y esa vaina, vaya amor para los tiempos del cólera. Daban ganas de reír, pero nos contuvimos porque también notábamos un aire de inspiración y seriedad en la procedencia. Cuando Otilia te trajo el trago, no caminaba, levitaba y un aire de playa le lisaba sus greñas cenizas. ¿Qué sentías Ramón, con sinceridad de panas, qué sentías?)
(A mi me pareció cómico porque a nosotros Otilia nos despachó con un “que tal los muchachos”, ¿te acuerdas?. Pero con Ramón se transmutó, creo que sufrió una regresión, y te juro que la vi más linda, increíble. Pero, conociendo al personaje  dije, esto es una joda. Pensé en seleccionar en la rockola el bolero ideal, pero ignoro totalmente esa música. ¿Te acuerdas que te lo dije, José Antonio, te pregunté,  qué bolero cae en estas circunstancias?. Pero José Antonio estaba ejerciendo imaginariamente, suponía yo,  en ese momento la arqueología del amor. Coño, qué bien la pasamos, te lo juro. Otilia no nos va a olvidar. Moriremos con su memoria.)
-A su salud, cariño-  me espetó Otilia con un giro maternal y mucho sentimiento.
-Que la salud sea para usted, amiga Otilia-  y me sentí ridículamente conmovido- Buen trago, de qué año será?- repuse ganando aire y soltura.
-la edad de los buenos licores no es cuestión de años, se degustan sin preguntar, amor.
-Pero los buenos tragos tienen memoria- dije.
-Mientras no embriaguen en exceso y se pierda todo- 
-No sé quién dijo que el licor era una historia de cantidad- repuse buscando en sus gestos soltura intelectual.
-No se me antoje filósofo que hay mucho trabajo esta noche -  y soltó una carcajada juvenil- ¿Por qué no se le había visto por aquí, pretencioso?-  apostilló con su acento zigzagueante y exquisitamente antioqueño. En ese momento corrió a atender el pedido de Julio para las mesas del fondo.  Veinte años menos y me  enamoraba, pensé buscando a los amigos que cuchicheaban y trazaban hipótesis sobre el tiempo. Ellos si que estaban hechos un par de filósofos. Hablaban con propiedad, pero ya no podían levantarse con solvencia ni soltura.