Una historia se
repetía en Otilia: la historia de la belleza de la mujer puesta al servicio de
satisfacciones y deslumbramientos
colectivos. Fue un encanto –dicen- un hechizo que minó de seducción los
imaginarios varoniles y de envidiosos celos y reproches a los espíritus del
resto.
Atentos a esa
oralidad de encantos, de odaliscas idas
o envejecidas, nos dirigimos esa noche al Jarrón de Baviera: un extraño recinto
de veleidades y pasiones melancólicas acompañadas de ese sopor nostálgico que
embriaga hasta lo insaciable los corazones de aquellos amores jurados un día.
Llegamos ebriosos y dicharacheros con infinitos deseos de explorar en los misterios gozosos de esa vida, esplendorosa y desinhibida, de una de las mujeres
más bellas de San Cristóbal: por ahora, simplemente, Otilia.
Cuando cruzamos
la cortina de greñas plásticas y fosforescentes de la puerta de entrada del
Jarrón, vimos a duras penas entre la penumbra que en la barra ya estaba instalado
cómodamente José Antonio. Bebía cerveza y
oía boleros. Su rostro era una
evocación subliminal de no sé qué partida perdida, pero que destellaba melancolía, sentimiento, podía
pensarse que algo le iba mal por dentro y que su presencia allí no obedecía al
plan trazado, sino a los recovecos de un guayabo de padre y señor nuestro. Sonaba “Amor sin esperanza” en su exquisita
versión original y Julio canturriaba
cabizbajo y en silencio. El gesto de José Antonio por la tardanza nuestra, fue una escena que nos destapó imágenes del
viejo cine mexicano; de inmediato le expresé que se parecía a Toni Aguilar en
la película que protagonizó con Pedro Infante por allá en los años cincuenta.
No le gustó la comparación, la rechazó infantilmente, convencido seguramente de
que era más bien un dandi a lo Jorge Negrete, sonreímos y no pasamos de allí. La atmósfera
del lugar lucía ciertamente esa añejada temperatura de los años 50. El porte de
los hombres y las mujeres que lo visitan corría por ese mismo estilo. Lo demás,
lo hacía la música, la estampa de Julio y el diseño de las botellas que se
exponen flagrantemente, algunas llenas, otras ya vacías.
Entramos a la
selección del trago. En el Jarrón no hay muchas opciones. Los tragos buenos se
exhiben como reliquias y no se sirven, a nadie ni a ningún precio, “y no es
porque sea usted”, masculló inseguro Julio, el hijo menor y único –como
después supimos- de Otilia que ya rayaba
los 75. Yo no quería cerveza y Cristhian
se tranzó por una negra. Empezaron las ofertas y los rechazos: vocka,
tequila, ginebra, de marcas desconocidas y de dudosa calidad.
-Deme uno de
aquellos- dije para provocar el ceremonial de anticuario etílico de Julio que la cogía por rezar las
propiedades, los años, la época y las personalidades que lo bebían cuando “mi
mamá era apenas una moza hermosa, florecida y apetecida
por infinitas miradas y pasiones”.
-¿De cuántos
años estamos hablamos?- , preguntó con delicadeza Cristhian, pero con un
énfasis puesto en los objetivos.
-Mamá se hizo
de este negocio cuando tenía 25 años y tiene hoy noventa y tres, saque la cuenta-
Los tres miramos al techo sin ton ni son como
contando primaveras o implorando a Dios en oración. Ninguno de los tres había nacido. Ninguno sabía lo que era una meretriz antes de los 20
años. Supusimos imágenes de principios
del siglo XX: época gloriosa del ramerismo, del putañerismo condimentado y
reivindicado por romanceros y poetas y
elementales tratados en prosa.
Pero, seguimos
con lo de mi trago ya casi agotadas todas las opciones. Hasta que Julio decidió por su cuenta, y con un carácter
resuelto, brioso y sin titubeos, echó mano de una botella de vocka de marca
desconocida y la puso sobre el mostrador.
-No hay otra
–dijo sirviendo- si no le gusta no lo paga.
Y me zampé el primero de una sola venia, sin regaño,
sin efectos. Me calentó ipso facto el estómago con esa rica
sensación que queda y que nos hace apetecer el otro inmediatamente. Y vino el
segundo, y el diálogo se hizo más fluido, y la relación y conversa con Julio se
tornó suelta, sin cortapisas, que era en principio el objetivo de la visita,
acordado con Cristhiam y José Antonio: Otilia era una exquisita incógnita, un
arcano de esa comarca que rezaba a Jesús
nuestro Señor y leía a Vargas Vila.
-Dicen que la
nostalgia es una enfermedad de la memoria física, -dijo Cristhian como buscando
encausar la treta de su erudición hacia los temas que dominaba, justo cuando
Julio salió del mostrador a servir unas birras y a prender boleros en la vieja
rockola.
-En alguna
parte leía yo esa frase, pero ahora no me acuerdo- repuso José Antonio haciendo
un gesto de desprendimiento intelectual.
-Si es así, si
la nostalgia etc.etc… de la memoria física… entonces dónde queda la “memoria
del espíritu”,- solté yo ante el reto,
pero sin mucho aliento y sin quitarle la
mirada a los pasos y gestos de Julio que en ese momento era un ser de otros
tiempos, otros modos y espíritus de vida.
- ¿Siente
nostalgia ese ser?, pregunté señalando a Julio.
-¿Acaso no vive
en su pasado que es este presente que nos ofrece a nosotros como un portento de
la más pura originalidad?
-A veces pienso
que se siente una reliquia –dijo Cristhian- un objeto de turismo sentimental o
romántico.
-Esto no vale
nada sin Otilia- repuso José Antonio-,
Julio es una reminiscencia fútil, o fatua, había qué ver. Lo cierto es
que no tiene peso por si mismo y es un pasado sin contenido-
-Pero es la voz
que necesitamos oír esta noche– cotejó Cristhian advirtiendo que Julio volvía a
la barra.
-Sin boleros no
podía haber amor en América Latina – sentencié yo con un gesto magistral como
provocando la majestuosidad que veía en Julio y que mis amigos no veían ya de
tanto verlo por frecuentar el Jarrón tres a cuatro veces a la semana. Era la
primera vez que yo entraba al Jarrón de Baviera y gozaba del encanto inaugural
de las cosas. La vida es así: virtud, amor y curiosidad de primera vista. Y creo que Julio me percibía del mismo modo.
-El amor en
nuestro mundo cuenta con tres verdades: ritmo, osadía y un corazón de
acero- dijo Julio soltando al tiempo sobre
nosotros una mirada de revancha, de provocación, como advirtiéndonos sobre
embrollos de no sé qué naturaleza y que
hasta el momento eran para nosotros pura metafísica. Nos recogimos con disimulo
recordando la frase de José Antonio “reminiscencia fútil…pasado sin contenido”.
-Otro- pedí yo
levantando la copa Lara y asimilando la entrompada de Julio con una sonrisa de
aprobación, a lo que repuse:
-el “corazón de
acero” es para la mujer o para el hombre?-
-Depende de las
circunstancias, de que llueva o caiga sol –avanzó Julio un centímetro más, y
reventó casi cantando:
-Púyalo
Anacobero- y corrió diligente y danzarín
a atender a dos contertulios ya avanzados de edad que bebían en una mesa cerca
de la barra.
_Mire donde
está Otilia – gritó Cristhian señalando con su brazo derecho hacia la
izquierda. Era una fotografía en sepia
que podía ser Otilia, o la mamá de Otilia o la abuela. Miramos en silencio un
rato los tres buscando vencer lo mejor posible el clima de humo y de sombras
que recaía sobre la pared de la
izquierda, donde había una puerta desvencijada y de madera antigua que daba a alguna parte de ese
subyugante universo amoroso. “Una
Proserpina”, pensaba para mi mismo buscando semejanzas con las divas del canto
latinoamericano.
-¿A quién se le
parece Ramón? Preguntó José Antonio con un rostro de especulaciones ya no tan
metafísicas.
-En eso pensaba
–respondí- me imaginaba a “Proserpina”,
pero es una referencia muy etérea o muy
mítica. Si pudiésemos verla más de cerca…traer la foto al mostrador y ponerle
lupa…a lo mejor pudiese ser la Esther de Balzac en los Esplendores y miserias de las cortesanas…
-Están como en
las nubes- entonó la voz de Julio
golpeando el mostrador con dos botellas de cerveza.
-Tú y las
nubes- canturreó mientras servía a los
amigos, y silbaba y volvía a canturrear, anegado de una extraña alegría,
roncera, como si en efecto fuera él y no nosotros quien libara.
Recordé un
viejo texto de Sartre, algo así como “La puta respetuosa”, en singular, un
libro que ojee hace más de treinta años, pero ni puta idea de su comienzo, contenido, estilo, forma. ¿Por qué justo
ahora vuelve a mi memoria? Me imaginó que el filósofo pintaba allí la historia
decente de una ramera francesa con un
don especial y amoroso por los existencialistas, así como las latinoamericanas
lo tenían por los políticos, los burócratas y los dictadores. Me detuve en esta reflexión mientras medía la
temeridad de indagar en la vida de Otilia a través de la voz de su hijo.
Bastaría con concluir que la belleza cortesana tiene una historia
comprometedora y que cuando se cuenta ya no hay tal belleza sino rasgos, trazos
y trozos de lo que fue junto a un caudal de invenciones, ennoblecimientos y pulituras
con memoria de un final feliz. ¿Cuántos militares pasaron por Otilia, cuántos
la explotaron, la usaron como confidente o espía, la extorsionaron, y mírela
aquí, objeto de un deseo intelectual de
tres toches tachirenses que se creen historiadores de lo oculto, de lo prohibido.?
-Creo que
escogimos mal al informante, amigos. Quien
quiera recoger nacientes o simples rocíos de esta historia tiene que ir a la
fuente y eso implica, bla bla bla y cuchi, cuchi, cuchi…y en otro escenario…
-O se te fueron
los palos o estás idealizando la vaina – atajó José Antonio girando hacia la izquierda
en dirección a la rockola-
-Nosotros no
podemos vivir sin una puta quimera, ese ritornelo del ideal que encuentra
sublimaciones hasta en el basurero, coño, otro trago trosco, -lanzó candela el Cristhian ya con el ojo
derecho más apagado que el izquierdo, o viceversa-
Mientras tanto
el José Antonio se soltó con un ranchera de Antonio Aguilar (creo que “El
prisionero”) y se vino desde la rockola improvisando movimientos como si viniera
montado en un caballo de paso fino.
Volvió a ser Tony Aguilar.
Julio sufría de
una exaltación extraña y que no era etílica. De pronto se suelta a servir tragos y cervezas sin
esperar los pedidos. “Todavía la tengo”,
“aguante ahí”, “achante un pelo” eran nuestras últimas
exclamaciones ante lo fulgurante de una atención
que rayaba en el servilismo.
-Tabernero,
Licor- gritó Julio visiblemente enardecido y trazó sombras de su
juventud, incluso de su adolescencia, cuando por circunstancias de fuerza mayor
tenía que acompañar a su madre hasta las
cinco o seis de la mañana, “hasta que saliera el antepenúltimo
cliente”….
-Y ¿qué pasaba con el último? – averiguó como
una centella inocente el Cristhian..
-Vio, eso no se
pregunta… -atajó el Julio con una inflexión que no significó enojos ni
rupturas…
-Recuerdo que
mamá se divertía mucho agilizando los servicios, motivando a prisa a las
mesoneras cuando oía el grito de “tabernero, licor”. El clima cogía otro ritmo, se hacía más festivo y se
morían las tristezas. Porque, les digo una cosa: el espíritu de la época no era
guasa y descarga solamente, como es hoy en día. Reinaba en toda esa gente,
tanto en las mujeres como en los hombres, una cierta congoja, eso que hoy
llaman por ahí melancolía y que era como una enfermedad que se contagiaba de
los libros de los románticos y los poetas populares. Yo francamente no sé de
dónde viene eso, pero la memoria que
tengo de aquello me gusta y el Jarrón de Baviera guarda esas reminiscencias.
-Un brindes por
la memoria de Julio Rama- gritó José
Antonio.
Levantamos las
copas y Julio hizo una venía de complacido.
Ya eran las 11 y 30 de la noche. Empezaba la ofuscación etílica y el
ambiente se fue llenando de sílabas sin argumentos, vociferaciones de un lado y
otro que llevaban la música de la rockola a su mínima audición. Le pedimos a
Julio, casi que gritándole al oído, que
le metiera más volumen, pero hizo un gesto de imposibilidad advirtiendo que esos aparatos no podían con
los estruendos y las algarabías humanas del presente.
-Provoca irse
–dije ebrioso y aturdido.
-Y no vas a conocer
a Otilia Rama?
-Cuando salga
ya estaremos borrachos- dijo Cristhian
-Esa sale en
cualquier momento, deje y verá- repuso
José Antonio con el oído puesto en un hilo de música que le recordaba a San
José.
-¿Te acuerdas
de esa canción? – preguntó- Era la favorita de Don Pedro Antonio…
-De qué año…? –
-Pues si no lo
sabe usted…
-Creo que es la
orquesta de un mejicano que se llama Luis Arcaraz, tronco de orquesta y la
canción es ”Quinto patio”, oye..pero se oía esa música en San José..? ¿No era un sentimiento de puras rancheras..
una memoria de cuates lo de San José?
-Pues no, se
oía uno que otro bolerito…ese es el preferido de mi papá..-
-“Por vivir en
quinto patio, desprecias mi raza..” , canturreó Julio con buena afinación…
-Oye, Don
Julio, hágame el favor: y Otilia a qué horas sale? -
-A la hora que
le da la gana…
-Ya viene
siendo hora – remató Cristhian.
-De qué-
preguntó Julio.
-De que la
conozca Ramón…
-¿Qué le van a
ver a una reina de 93 años?
-Esas son las
que nos hacen ver lo que no vivimos del pasado..- sentencié yo con una firmeza
de anticuario.
-Pues,
péguesele al alma del Daniel Santos –bromeó Julio- ese es el “santos” milagroso
de mi mamá…fueron más o menos contemporáneos y llegaron a conocerse en el bar
“La devoradora de hombres”…así sería…- y apagó el relámpago de una memoria
locuaz, enarbolando dos frías y un trago mas.
De pronto, como
por un encanto de inframundo, un aire, un sílfide, se tejió en el ambiente un silencio de “canto
de gloria”, un silencio de misa, un chito de poder o devoción. Era el silencio involuntario y profiláctico
de los espíritus que apuestan a la
muerte de los oídos pero que caen vencidos para oír por última vez el silencio del infinito. Creo que de ese silencio nos percatamos
apenas quienes desde la barra teníamos el plan preconcebido de Otilia. Y
apareció. Y fue gloriosa y grotesca a un mismo tiempo su comparecencia. Y no
supimos hilar bien qué relación había entre el silencio momentáneo y su
presencia reluciente llena de fragancias
de tilo, romero y un perfume audaz de
aquellos tiempos. ¿Se trataba de un ritual, de una ceremonia preconcebida y tan
bien planificada? ¿Era una apuesta al azar el silencio de la gente, el apagón
de la rockola y la majestuosidad de
Otilia dándole la bendición a Julio quien se puso de hinojos como si la
presencia de su madre, inesperada, fuera una imagen de otro mundo, incluso de
otra vida?. Se verá.
El aliento
etílico de la atmósfera empezó a recuperarse. Otilia hizo una seña a Julio
quien salió inmediatamente de la
barra. José Antonio saludó a Otilia y me
pareció que su saludo iba inspirado por una reverencia y cierta timidez.
Cristhian saludó a Otilia con una postración de señorito sifrino, pero muy a la
gocha: “¿Cómo me le va señora Otilia?. Y ella, dueña de si, de sus emociones y
de su historia se hizo de unos segundos y apenas refunfuñó un “que tal los
muchachos”.
Sonaba “Contigo en la distancia”, de Lucho, y
pensé nuevamente en Esther, en Margarita, en Helena -aquellas dulzuras que nos
minaba de apetitos fantasiosos en la fuente de soda de la Unidad Vecinal-.
Pensé incluso en Carmen Petra. Había un aire multiétnico en Otilia y no era
difícil reconstruir imaginariamente su belleza en medio de las no menos de mil
arrugas que habitaban su cara, ya con
gestos disimulados de abuela y tics de
anciana. Pedí otro trago elevando la copa. Otilia me miró y se apiadó del
vacío. Dio dos pasos muy firmes, para su edad, hacia la barra, puso los codos
sobre el mostrador, intentó subirse los cachetes con las manos, sumamente
blancas, y me susurró con cierta picardía juvenil, iluminando exageradamente
con azul flambeado sus ojos, “¿qué bebe
su merced? De momento sentí que el
retrato de la pared había envejecido y que me entrompaba sin traumas, sin
artilugios ni piedad. Un reguero de
abalorios pulidos sonaron en la superficie del mostrador que caían del cuello
de Otilia como un collar de glorias y de penas: el collar de la paloma, pensé.
De sus labios salió una sonrisa de dientes carniceros. No quitaba de mis
ojos sus ojos de azul flambeado, disminuidos por el universo de arrugas, pero
francamente hermosos. Segura de que su
pasado no la traicionaría –su pasado físico y espiritual- asumió la pose de la
niña callejera que espera una limosna.
-Qué linda es
usted- dije enternecido.
-Ya se lo
sirvo- y se movió al fondo donde estaba la botella de mi vocka espiritual.
(Cuando te vimos, estabas ensimismado Ramón,
fijos los ojos ebrios sobre el rostro de Otilia. Yo dije, se nos enamoró el
hombre, y Cristhian compartía esa impresión. Fueron como tres minutos, Ramón,
tres minutos, y esa vaina, vaya amor para los tiempos del cólera. Daban ganas
de reír, pero nos contuvimos porque también notábamos un aire de inspiración y
seriedad en la procedencia. Cuando Otilia te trajo el trago, no caminaba,
levitaba y un aire de playa le lisaba sus greñas cenizas. ¿Qué sentías Ramón,
con sinceridad de panas, qué sentías?)
(A mi me pareció cómico porque a nosotros
Otilia nos despachó con un “que tal los muchachos”, ¿te acuerdas?. Pero con
Ramón se transmutó, creo que sufrió una regresión, y te juro que la vi más
linda, increíble. Pero, conociendo al personaje
dije, esto es una joda. Pensé en seleccionar en la rockola el bolero
ideal, pero ignoro totalmente esa música. ¿Te acuerdas que te lo dije, José
Antonio, te pregunté, qué bolero cae en
estas circunstancias?. Pero José Antonio estaba ejerciendo imaginariamente,
suponía yo, en ese momento la
arqueología del amor. Coño, qué bien la pasamos, te lo juro. Otilia no nos va a
olvidar. Moriremos con su memoria.)
-A su salud,
cariño- me espetó Otilia con un giro
maternal y mucho sentimiento.
-Que la salud
sea para usted, amiga Otilia- y me sentí
ridículamente conmovido- Buen trago, de qué año será?- repuse ganando aire y
soltura.
-la edad de los
buenos licores no es cuestión de años, se degustan sin preguntar, amor.
-Pero los
buenos tragos tienen memoria- dije.
-Mientras no
embriaguen en exceso y se pierda todo-
-No sé quién
dijo que el licor era una historia de cantidad- repuse buscando en sus gestos
soltura intelectual.
-No se me antoje filósofo que hay mucho trabajo
esta noche - y soltó una carcajada
juvenil- ¿Por qué no se le había visto por aquí, pretencioso?- apostilló con su acento zigzagueante y
exquisitamente antioqueño. En ese momento corrió a atender el pedido de Julio
para las mesas del fondo. Veinte años
menos y me enamoraba, pensé buscando a
los amigos que cuchicheaban y trazaban hipótesis sobre el tiempo. Ellos si que
estaban hechos un par de filósofos. Hablaban con propiedad, pero ya no podían
levantarse con solvencia ni soltura.