domingo, 17 de octubre de 2010

EL FRIO DE LOS MUERTOS (LEYENDAS DE SAN JOSÉ DE BOLÍVAR)

José Antonio Pulido Zambrano
Individuo de Número de la Academia de Historia del Táchira


El niño y su bisabuela en el gallinero

Días atrás, viendo la nueva temporada de la serie The walking dead (Los muertos caminantes) transmitida por Fox, mi hijo me preguntaba: ¿Papá, el frío de los muertos en realidad existe? Yo le dije el por qué de esa pregunta, y él me explicó que se lo había escuchado a su bisabuela Ana Francisconi, cuando estaba echándole de comer a las gallinas en una de las pocas casas con solar y gallinero que aún quedan en esta ciudad. Hoy hasta eso se ha perdido, el solar de la casa, y no sólo el solar, los jardines, las ventanas sin rejas, las casas se han transformado en cárceles en miniatura mientras el mundo hamponil cada día se adueña más y más de la calle.
¿El frío de los muertos en realidad existe? Esa noción la tengo de chico, desde que oí a mis padres, después de regresar de un velorio de angelito, que el frío del muerto se había llevado a ese párvulo.
Según los abuelos – versión contada en San José de Bolívar – es verdad que un muerto genera un frío, una especie de niebla invisible que rodea el aura de la persona recién fallecida y que puede abrazar a las personas débiles del entorno y como consecuencia ser besados por la muerte. Es creencia que las personas que manipulaban un cadáver no pudiesen acercarse después, ni osar tocar a un niño recién nacido porque le podía transmitir “el frío” del muerto. De allí que siempre que los mayores que trataban, acondicionaban y preparaban al difunto, al terminar dicho ritual, debían bañarse con agua de guayabo agrio, para retomar el calor de la vida y desprenderse de ese halo misterioso que juega con la mortalidad.
Recuerdo – eso lo tengo muy presente – que mi madre siempre estaba buscando los distintos elementos para proteger a este quien escribe y a mis hermanos del “frío” de los muertos, ya que en el pueblo siempre buscaban a mi padre para inyectar el formol a los recién fallecidos. Al volver mi padre al hogar de aquel trabajo mortuorio, nuestra madre no dejaba que se nos acercara hasta que se limpiara de esas energías negativas que había recibido del cadáver; ella le preparaba un baño de agua caliente con hojas de guayabo y naranja agria, así como otras hierbas que ahora no vienen a mi memoria. Luego mi madre le frotaba el cuerpo con alcanfor y alcohol, sobre todo las manos. A continuación se ponía a hervir agua, al llegar al punto de ebullición se introducía un huevo en la misma y al estar cocinado, se sacaba, se le quitaba la cáscara y lo envolvían en sal. Procedía luego mi padre a comerlo, pues la sal – según los más antiguos - era sinónimo de vida.
Después del baño se procedía a dar a quienes trabajasen con los muertos un tarro de café con miche, o si no se le hacía ingerir unas góticas de kerosene en aguamiel.
De allí venía la leyenda en mi pueblo que cuando moría una persona mayor, y a los días moría un infante, se le achacaba esta muerte al “frío del muerto”, viniendo a colación de que el adulto era un posible pecador y para entrar al cielo se había llevado un angelito, un ser de la inocencia.
No sé hasta qué punto el “frío” de la muerte engendra más muerte, quizá por ello hoy vemos más violencia y muerte, tal vez porque se han olvidado los rituales de purificación en nuestro estado. He dicho.