domingo, 23 de mayo de 2010

LA LEYENDA DE APOLINAR EL HOMBRE

*José Antonio Pulido Zambrano
Individuo de Número de la Academia de Historia del Táchira.-


Don Apolinar Labrador, en la hacienda "La Esperanza".
San José de Bolívar - Año 1927

Había ocurrido en el pueblo de San José de Bolívar muchos años atrás. Apolinar Labrador, apodado El Hombre, se había unido a las fuerzas armadas del Benemérito, como soldado andante, había sido conocido en toda la comarca. 
En una ocasión el queniqueo Eleazar López Contreras le había hablado que su tío, el Padre Contreras le había hablado del Río Bobo y de la fundación del pueblo, que iba a imaginar Apolinar que transcurridos varios años sería presidente de Venezuela a la muerte del Tirano Gómez. Eleazar López Contreras le había encomendado el paso de un ganado en Los Andes junto a un pelotón de su guarnición.
Con acento trémulo divulgaba sus historias a sus compañeros de armas, mientras limpiaba su uniforme militar. Llegaba varias veces por las noches a su pueblo cantando. En ocasiones vio a su familia en aquel periodo, porque las distancias recorridas en burro, unas veces, y en mula, otras, les daba calentura en el cuerpo, por tal razón las visitas de Apolinar El Hombre a su pueblo se hacían eternas.
Cuando Apolinar llegaba, la gente se arremolinaba a su alrededor para escuchar las noticias que traía de la capital, pues San José de Bolívar era apenas una aldea de veinte casas de bahareque y paredes de tierra pisada, la antigua capilla y la casa cural. Allí se enteraba el poblado de sus familiares y amigos.
Secciones tumultuosas seguían el arribo de Apolinar Labrador al pueblo. 
Apolinar El Hombre lo llamaron sus coterraneos por desafiar las distancias, las noches oscuras y los espantos.
Su uniforme kaki, lo mantenía tan pulcro que muchas de las señoritas del pueblo le veían con buenos ojos. 
Un día, tiempo atrás, contaría Don Apolinar que en una encrucijada se había enfrentado al mismísimo Diablo. Todo había sucedido un día en el pueblo cuando apareció un espanto, esto cambiaría para siempre la vida de Apolinar El Hombre. Un suceso que lo convertiría en una leyenda en toda la región del sitio conocido antiguamente como Río Bobo. 
Esto ocurrió cuando ya había terminado su servicio militar y regresado a su campo. Con los ahorros había comprado dos vaquitas y una mula, y decidido a formar una familia digna.
La madrugada de cualquier día de un mes y un año que desaparecieron en la memoria de Don Apolinar, cuando se dirigía al lugar llamado La Barrita, donde estaba ubicada su finca, se encontró en el camino a un perro negro de cuyos ojos emanaba candela, Apolinar ferviente católico le mostró su escapulario y le rezo un padrenuestro tres veces, el espanto desapareció, pero allí no quedó la cosa. Al siguiente día apareció en la región un espanto que a veces semejaba a un jinete silencioso, en un corcel negro y espuelas brillantes, que desveló para siempre a los rioboberos. Ese jinete hacía sacar al caballo fuego con los cascos. 
Para esta época en San José de Bolívar no había sacerdote, era el cura de Queniquea que de vez en cuando daba misa en la población. Invadidos por un miedo secular, algunos de los habitantes de San José de Bolívar, contaban que el espanto provocaba enormes ruidos en la tierra, y que muchas veces se transformaba en una cabra y paseaba en las madrugadas por las dos calles que en este tiempo tenía el pueblo. 
Cuando Apolinar El Hombre arribó al pueblo, algunos rioboberos le informaron de la aparición del espanto. Y esa misma noche de agosto, oscura y lluviosa, que jamás pudo saberse de que año era, la tarea de Apolinar quedaría interrumpida cuando el Diablo se interpusiera ante la bestia mular que le movilizaba. Seguidamente, una brisa huracanada lo tumbó de la mula, el Diablo lanzó fuego por la boca. Acorralado y tartamudeante, Apolinar hecho manos a su escapulario, producto más de la angustia que de algo ya predeterminado, e inusitado y temerario le rezó un padrenuestro y el Diablo salió echando humaradas de candela. Así fue como Apolinar apodado El Hombre venció al mismísimo Mandinga.



Don Apolinar Labrador en el otoño de su vida