jueves, 12 de agosto de 2010

LA MESA DE LOS MUERTOS EN SAN JOSÉ DE BOLÍVAR

Por: José Antonio Pulido Zambrano
Individuo de Número de la Academia de Historia del Táchira

Por mucho tiempo estuvo a la entrada del cementerio de mi pueblo San José de Bolívar una mesa, de la que muchos quizá ni sabían su historia. La mesa estaba pintada en un verde claro, era muy extraña y sobresalía de ella la plataforma pues tenía una variedad de agujeros que llamaba la atención. Sus bases o “patas” como le llaman en el mundo de los carpinteros medían un metro, y su superficie o base era de dos metros por noventa centímetro, el grosor de una cama individual. Con el tiempo me entere que esa mesa tenía un nombre y muy particular por cierto, los abuelos la llamaban “la mesa de los muertos”. 
Antaño, en mi pueblo, era costumbre que un velorio tenía un alto valor ceremonial. Había un respeto supremo por los difuntos. Eran los tiempos en el que el pueblo no contaba con funerarias. Los ataúdes eran hechos por los carpinteros de la zona de forma hexagonal. Era tradición que al morir algún riobobero (gentilicio de los que viven en el municipio Francisco de Miranda), y no había en la zona un ataúd disponible, la iglesia prestaba esta “mesa” para velar al difunto, mientras se encontraba un ataúd prestado o se construía uno para el mortuorio. Se colocaba el cadáver de manera provisional en esa mesa. Allí fueron velados muchos rioboberos de finales del siglo XIX y mitad del siglo XX.
Llegaba el caso de que a algunos no se les conseguía ataúd a tiempo, por lo que eran enterrados envueltos en una sabana, en la tierra de manera directa. Los entierros en mi pueblo eran acompañados de grandes rezos (rosarios, letanías, cantos, entre otros), música, comida en abundancia y licor (miche, cachicamo, gorroetuza). Porque como dice Edgardo Rodríguez Juliá que “si el entierro es el fin de la vida – en él se cumple la distancia definitiva entre el muerto y los deudos – el velorio es el reino de las emociones conflictivas, el espacio donde el desordenado tiempo interior no se decide entre acatar la muerte o negarla, ello por la engañosa estadía de ese muerto que aún no se ha convertido en recuerdo; un cadáver de cuerpo presente es una presencia inquietante, precisamente por el hecho de que la ausencia no acaba de cumplirse del todo”. 
Los agujeros que estaban en la mesa - comentaba un abuelo de mi pueblo - eran “una especie de ventilador para secar la humedad que empieza a dejar las personas al morir”, era una manera de preservar el cuerpo en el velorio, una caja de morgue rudimentaria pero con esa sabiduría ancestral de nuestros antepasados. Pero esos agujeros también funcionaban para que corriera la sangre cuando el difunto había traspasado el umbral de la muerte por una muerte trágica o había sido asesinado, como recuerda el abuelo “a cuchilla seca, pues antes había mucha muerte por arma blanca”. La mesa también era usada para la limpieza de los cuerpos cuando la muerte era violenta. 
La mesa de los muertos con el tiempo fue olvidada, como se olvidan las cosas cuando envejece el cuerpo y la memoria, pues al pueblo empezaron a llegar los ataúdes traídos por una funeraria. Primero los aldeanos fueron recelosos con estos nuevos ataúdes, sobre todo cuando trajeron los construidos de metal, pues no aceptaban un material que con el tiempo no se mezclara ni pudriera con la tierra de sus ancestros. La mesa de los muertos fue olvidada. En mi niñez, esté quien les escribe y otros niños jugamos en aquel aparato de la muerte, sin saber que aquella había servido como última morada de muchos difuntos en este mundo como cadáveres. 
En días pasados estuve en el cementerio y la curiosidad me hizo buscar “la mesa de los muertos”, pero ya no estaba. Tampoco estaba la tienda de doña Teotiste, el único lugar del poblado donde se vendían “las mortajas”, ese velo que cubría al cadáver, ese velo que no nos deja olvidar que “entre las células muertas y nosotros permanece el espíritu”. Como dice Rodríguez Juliá “no soy aficionado a los ataúdes abiertos: hay algo siniestramente embarazoso en ese yacer de los cadáveres”. He dicho.

Mesa de los muertos, a la entrada del Cementerio de San José de Bolívar
en la gráfica José Romero y José Antonio Pulido Zambrano