miércoles, 28 de julio de 2010

FIGURAS PARA NO OLVIDAR EN SAN JOSÉ DE BOLÍVAR

Por: Juan Francisco Santos
Caracas, una carta antes de morir.



Hoy y siempre se ha hablado de los valores. Valores humanos, por supuesto. También se habla de los valores de la economía. No son estos últimos los que nos ocupan ahora.
Los valores, no sólo de la persona, sino también de la comunidad. Para mí San José de Bolívar fue todo un baúl de verdaderos y apreciadísimos valores. El otro día, que tuve la dicha de conocer a José Antonio Pulido y Elvidio Márquez, hablábamos con emoción de algunos de estos valores.
He visto con alegría en unos ejemplares de la revista “Riobobense” cómo ellos dos, y también algunos otros dejaban constancia en la revista de estos valores, que florecieron desde mucho tiempo atrás, en todos esos contornos del pueblo y aldeas de la misma jurisdicción.
Valores que se recibían como una herencia y se transmitían con la misma fidelidad. Percibí estos valores encarnados en muchas personas, a las que admiré y sigo admirando, aunque ya muchos de ellos pasaron a la eternidad. Una honradez a toda prueba, donde no cabía la dualidad del sí y el no al mismo tiempo, sino que seguían una línea de bondad con todas las consecuencias, incluyendo el riesgo de la pobreza, o al menos la penuria y la escasez, con tal de no desviarse ni un milímetro de esa rectitud.


Por supuesto que me gustaría colocar aquí nombres muy concretos, muy queridos, pero el temor de una omisión me obliga dolorosamente a dejarlos en el anonimato y hablar de algunos de ellos en forma muy general.
Aquel buen hombre, que sintiendo que se acercaban sus últimos días y viviendo en el campo, quiso ir a la casa de un hijo en el pueblo, para tener más asegurada su atención espiritual. “Me doy cuenta que mi vejez y mi enfermedad ya no tienen remedio. Me interesa estar bien con Dios, dejar arregladas todas mis cosas”. Y, cuando en el transcurso de la enfermedad le tocó sufrir bastante, recuerdo que un día, sin que él lo supiera, entré en la casa y oí que decía: “Gracias, Señor, porque me concedes sufrir para acordarme de tus sufrimientos”.
Y cuando le pregunté directamente: “ Don Fulano ¿cómo se siente? - Bien, muy bien. Dios me quiere mucho”. Reconozco que recibí de él una lección estremecedora. Cuando me ha tocado sufrir en la vida, me he acordado de él más de una vez.


Entrevista al padre Santos por José Antonio Pulido Zambrano

O aquella otra venerable señora, ya entrada en años, que tampoco vivía en el pueblo y la llevó una de sus hijas para atenderla en su enfermedad. Todavía llevaba yo poco tiempo en la Parroquia y no nos conocíamos. Cuando fui a visitarla, se incorporó como un resorte en el lecho para pedirme la bendición, abrazarme y besarme. Fue un amor a primera vista. Desde entonces entró en mi vida. Cuando marché del pueblo todavía vivía, mas ya se la llevó el Señor. Hoy la recuerdo con afecto y veneración.
O la figura de ese otro señor ponderado, con claridad en todas sus determinaciones, con muy buena memoria para archivar los muchos datos de la vida del pueblo y sus contornos, con gracia para la narración de anécdotas, en cuya conversación destilaba sus gotas de buen humor. Creyente firmísimo, con una fe no impostada, sino vivida y que, sin esfuerzo, transpiraba por todos los poros de su ser. Con una esposa que complementaba este testimonio con las características de una mujer solícita, siempre humilde, bondadosa. Pasé muy buenos ratos con este matrimonio. Hoy lamento no haber empleado algún grabador oculto para no perder tanta lección como recibí.
Si dicen que “del corazón habla la lengua” ¡cuántas veces en mis predicaciones, en las parroquias donde después me ha tocado actuar, he puesto el ejemplo de esas buenas gentes rioboberas! Para mí siempre serán un punto obligado de referencia.

 
Vivencias y convivencia

Por: Juan Francisco Santos
Caracas, otra carta antes de morir. 

La historia, sobre todo la historia íntima de cada uno, no sólo se desenvuelve, se alarga en cada minuto que Dios nos da, sino que también, en determinados momentos muy puntuales se rebobina, no para retroceder, menos para apagarse, sino precisamente para darle un nuevo brillo, en esa parte precisa que uno pretende re-crear.
Eso, precisamente eso, pretendo hacer en estos momentos. Recrear los años de 1976 a 1981. quizá, como Moisés ante la zarza ardiendo sin consumirse, tenga que descalzarme para volver a esa tierra de mi corazón, que para mí es sagrada. No lo puedo hacer con una presencia física, a estas alturas de la vida ya pesada y con plomo abundante en el ala. Pero sí con una presencia espiritual, que en alas de la mente, del afecto y de toda esa energía que gracias a Dios todavía me brota de lo más recóndito del alma.


José Antonio Pulido y el padre Juan Francisco Santos

Es tan viva la visión que retengo y atesoro de ese querido pueblo de San José de Bolívar, que mi primera acción tiene que ser besar esa tierra y cruzarla toda ella con una bendición, que se me convertiría en una verdadera peregrinación.
Sean estas líneas una oportunidad para poner al vivo mi agradecimiento, ante todo a Dios, que puso en mi camino esta misión pastoral. Mi agradecimiento a todos y cada uno de esos moradores, con los que me sentí familiar, nunca extraño, y menos extranjero (desde 1958 soy venezolano). Casi tendría que agradecer, también con un gesto muy franciscano, a todas esas hermanas creaturas de la naturaleza, el hermano Río Bobo con su limpia, humilde y cristalina agua. A esos múltiples, politonales verdores que tantas veces contemplé con verdadera fascinación. A esas aves, variadas aves que alegraban y alegran el ambiente. Hasta agradecer también a esa hermana niebla, que muchos días del año daba al pueblo como un toque de misterio, como una invitación a la intimidad, y, sabiendo leer, una invitación a orar, y sobre todo orar contemplando.


Elvidio Márquez y el padre Juan Francisco Santos

Esta quiero, por tanto, que sea mi presencia. Desde luego que inefable e inasible, insisto que espiritual, pero no menos fuerte y vital, que remplace a la presencia material.
Algún género de embriaguez sentí en más de una ocasión al experimentar la presencia de Dios y cuántas veces me vinieron a la mente los versos del gran maestro San Juan de la Cruz:

“Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura
y, yéndolos mirando,
con sola su fisura
vestidos los dejó de su hermosura”.

Recuerdo que cuando el Sr. Obispo, Mons. Fernández Feo, me asignó parroquia, me dijo: “Te voy a enviar a un pueblo muy querido para mí, tanto que, si yo naciera de nuevo, me gustaría nacer en San José de Bolívar”.
Doy testimonio muy sincero, que San José de Bolívar fue “mi” pueblo. Hoy el recuerdo ha ido formando un nido caliente en lo más recóndito de mi alma. Estas líneas no han sido más que un pequeño florilegio entre tantas vivencias, y sobre todo entre la mejor convivencia.